Nunca fui a vendimiar. Mi padre y mi hermano Pepe, sí. Un año. Pero yo nunca. Lo más cercano a la vendimia de Francia que hice fue acompañar a mi amigo Gary, que trabajaba con Joaquín, el de los pasaportes.
Joaquín gestionaba los contratos y los viajes de quienes iban reclamados por su patrón, los que recibían la carta, es decir, los que iban en regla. Olegario bajaba a Murcia con una larga lista de nombres y destinos que dejaba por la mañana en una oficina provisional, en un barracón junto a las vías muertas de la estación del Carmen. Por la tarde volvía y recogía los correspondientes billetes para los trenes especiales, que Joaquín entregaba después a cada familia.
Nunca fui a la vendimia. Lo que cuento aquí es un relato de ficción, construido con fragmentos de historias que oí contar, aderezado con algo de imaginación. Así que cualquier parecido con la realidad será pura coincidencia.
Hacia mediados de agosto empezaba el baile. Un trasiego de hombres, mujeres y niños acarreando enormes maletas de madera o cartón piedra, atadas y reatadas con gruesas cuerdas, no fuera que se abrieran por el camino, una perdición. Dentro, alguna ropa, la imprescindible, tabaco para la temporada y alimentos en lata o embutidos, más algunas hogazas de pan. Con suerte, los gendarmes harían la vista gorda en la frontera. Si les requisaban la comida tendrían que pasar con las verduras que el patrón les diera y los caracoles que pudieran buscar. De la paga no se tocaba ni un franco. Había que ahorrar. Aquel dinero en España valía tres veces más.
A las seis emprendía viaje la Murciana por las curvas de la antigua carretera, la de Socovos y el Campillo; una parada corta en Calasparra y otra en Cieza, para tomarse un café o un carajillo, quien pudiera. Después, la larga espera en la estación del Carmen, sentados sobre la maleta, comiendo un huevo duro, habas, un tomate o un pepino con sal, la rulaja de la punta pegada en la frente, para refrescarse; un tercer ojo nada espiritual. Tirándole buenos tientos a la bota de Nuestra Señora del Rosario, el vino de la cooperativa de Bullas que venden en garrafas de diez litros en la bodega del Goterón. Un largo turno de espera, esclavos de la maleta, turnándose en su custodia para darse una vuelta – ¡Muchacho!, no te vayas mu lenjos, no vay que te extravíes y no sepas volver – o para entrar al wáter, poner los pies con mucho cuidado sobre aquellos retretes letrina, de acuclillarse sobre el agujero, que demostraban que el ojo del culo es ciego y, por más que se empeñe, no atina, no acierta, no da con la diana.
A media tarde, cuando más apretaba el calor, llegaría, procedente de Almería el tren especial a Figueras, cargado de vendimiadores andaluces. Una desconfianza atávica ante aquellos extraños, alguna rencilla por los asientos indebidamente ocupados, pero enseguida un cigarro, la conversación – nosotros a Beziers…, a Saint Thibery…, Montpellier…, un patrón muy bueno…, de varios años…, esta es la primera…, me hace mucha falta… –, el acomodo hombro con hombro y la camaradería para el resto de la campaña.
Un muchacho ha tenido la suerte de caer junto a una muchacha de su edad. Se aprietan el uno contra la otra más de lo que obliga el poco espacio, cadera con cadera, se hacen los dormidos, muslo con muslo, disimula el chiquillo un jadeo entrecortado de la respiración. Por fin alguien se levanta y apaga la luz.
– Habrá que dormir, ¡buenas noches!
– ¡Buenas noches! – responden a coro. Al poco rato, todos duermen cociéndose en su propio sudor sobre el skay de los asientos. El muchacho deja caer la mano muerta, como dormida, sobre las piernas de la chica, que no se inmuta, la vuelve despacio y palpa una rodilla por encima de la falda, fina y vaporosa. La muchacha retira sigilosa la tela y deja aparecer la suavidad de un muslo. No acaba de sentir el tacto tembloroso de las yemas de los dedos cuando se despierta la madre.
– ¿Qué te pasa, Juanica?
– Na, mama, que me ha dao frío.
– Anda, ven p’acá. Asiéntate aquí conmigo. Deja que se asiente ahí el Pepico.
La noche se hace corta. Los despierta la salida del sol, la visión del mar dorado – para muchos la primera vez – llegando a Tarragona. La vía tan cerca de la arena que parece que la marea pudiera anegarla. Se escucha algún canto con aire flamenco, unos fandangos, en voz de hombre, unas sevillanas a coro, con las palmadas justas, ninguno se pasa, y cuando se hace el silencio, cuando parece que ha vuelto la calma, una voz de mujer desesperada rompe el aire aún fresco de la mañana:
Quien te puso petenera
no supo ponerte nombre,
tenía que haberte puesto
la perdición de los hombres.
Aún queda un largo trecho hasta Figueras. Antes, una parada interminable a las puertas de la estación de França, en Barcelona, con el tren recalentándose bajo los rayos del sol que ya empiezan a caer verticales, hasta que el convoy especial de vendimiadores encuentre un hueco para circular sin interferir el horario de las unidades regulares.
Los más atrevidos aprovechan para bajar a rellenar de agua las botellas y algún botijo – hace el agua más fresca –, provocando el nerviosismo de las madres:
– No te separtes muncho del tren, nenico, no vay que arranque y te quedes en tierra.
– Mariá, mama, no seas cargante, que no se va sin decirlo. Que avisan.
Después vendrá el paso de la frontera en Portbou. La revisión médica, que consiste, básicamente, en bajarles los pantalones a los hombres y tocarles los huevos, buscando, dicen, que no estén quebraos, que no tengan hernias que les impidan cargar con peso. Como si no fuera prueba más que suficiente las maletas que mueven. Después hay que pasar la aduana. Los gendarmes deciden a capricho las valijas que se abren, las viandas que requisan. Hoy tienen prisa, hay una larga cola, pasan todos.
A los que viajan sin contrato les preguntan.
– Est-ce que vous allez travailler en France, Monsieur?
– No, mesié – Es la respuesta preparada – vamos a visiter la famiye.
El oficial de aduanas sonríe. Siempre es la misma excusa.
– Visiter la famille? Ça c’est bon. -Estampa varios sellos -. Vous ne pouvez pas travailler – advierte al devolver el pasaporte con un sello carmín – “touriste” -. No deja de tener gracia..
Cambio de tren. Esta vez al asalto. No hay asientos reservados. Las mujeres y los niños suben deprisa, empujando, disputándose el sitio, cuando han ocupado un compartimento, bajan la ventanilla y los hombres les alzan los bultos.
(continuará)