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KEITH LUGER

Aprendí a leer en el regazo de mi padre. Él solía dedicar los ratos libres a la lectura, delante de la estufa en invierno y, en verano, al fresco de la calle donde entonces vivíamos, Morerica, tan estrecha que siempre estaba en sombra. Cuando me aburría y molestaba más de la cuenta, me hacía sentar en sus rodillas y para tenerme entretenido, continuaba  la lectura en voz alta. No recuerdo que nunca me leyese un cuento, solo aquellos fragmentos de novelas del oeste, llenos de palabras sonoras que pronunciaba a su modo: Cowboy, Sheriff, Marshall, Stetson,  Winchester 73,  Colt 45,  Derringer, Pecos, Colorado, Carson City, Dakota, Fort Worth, El Paso…

Era lo único que leía, novelas de a duro, libritos baratos de pasta blanda,  escritos por autores españoles que usaban seudónimos ingleses como Silver Kane, Ralph Barby, o nuestro favorito,  Keith Luger y su obra cumbre, No tiren contra el pianista. También estaban Fidel Prado y Marcial Lafuente Estefanía, el más popular de todos, el Alfonso Paso de los novelistas del oeste. Pero no era santo de nuestra devoción, a pesar del gran éxito que tenía. Sus argumentos eran facilones y, mira tú por donde, mataba demasiado. Nos gustaban los tiros, pero sin pasarse, y aquel hombre no dejaba vivo ni al enterrador.

Las novelas solían estar bastante deterioradas, pasaban por muchas manos. Se prestaban, se cambiaban, se vendían en el quiosco…, aunque yo nunca supe de nadie que las comprara. Papá, que tenía una colección cercana al centenar de ejemplares, confesaba que solo se había gastado las perras en una o dos, de las demás se había hecho «cambiando».

Milagroso sistema que no alcanzo a comprender. ¿Cómo puedes partir de dos y, cambiando cambiando, llegar a cien? Es como dar de comer a cinco mil personas con cinco panes y dos peces. Solo que a Morata le llevó más tiempo. Alguien, me imagino que el Félix, que las cambiaba en la tienda cobrando dos reales por cada operación, cerraría el balance con pérdidas, pero nunca se quejó.

Acurrucado entre los brazos de mi padre, que siempre olía a serrín, me fui aficionando a escuchar aquellas historias simples, con elementos mil veces repetidos: cierto lugar perdido en el salvaje Oeste donde la gente honrada y temerosa de Dios tiene serios problemas a causa de algún facineroso;  un desconocido que llega cubierto de polvo y sediento, a lomos de un caballo agotado por el largo viaje; un encuentro casual con una joven de labios carnosos que lo mira con recelo, debido a que lleva las cartucheras muy bajas, como los pistoleros a sueldo que habían acabado con la vida de su padre; los enredos del sheriff o el alcalde con un grupo de forajidos por el control de las aguas, las tierras junto al río o el derecho de paso del ganado; un enfrentamiento en el saloon  con un fuera de la ley fanfarrón que pretende asustar al recién llegado y resulta ser el primero en morder el polvo; las idas y venidas en medio de la noche; la trepidante escena final, el duelo al sol en el que el forastero se bate a balazo limpio con los malhechores y consigue reducirlos a base de valor y astucia.

Entonces, y solo entonces, descubríamos que aquel desconocido era, en realidad, un experimentado ranger de Texas, un concienzudo agente federal o un elegante miembro de la Policía Montada del Canadá, según jurisdicción.

Había algunas páginas más, después de aquella salsa de tiros que no dejaba títere con cabeza, pero esas no me las leía, las pasaba para sí, en silencio.

A medida que aprendí a hilvanar las letras en la escuela de doña Carmen Hacha, canturreando las frases legendarias de los Rayas (mi mamá me ama; amo a mi mamá; no quiero la azada sino el cepillo, el mozo lleva un mazo), que repasaba en la cocina de los Melocotones con mi amigo Perico, empezaron a saltarme a los ojos las palabras de los libros. Poco a poco las iba identificando hasta que fui  capaz de seguir, ayudado por un dedo, los renglones que él iba pronunciando.

Así me aficioné a leer. Pasado algún tiempo, cuando ya era capaz de seguir de corrido la letra de imprenta, mientras mis hermanos se aplicaban con Roberto Alcázar, El Jabato, El Capitán Trueno, Carpanta, Zipi y Zape, La Familia Ulises, doña Urraca, Gordito Relleno, el Profesor Franz de Copenhague, don Ángel Siseñor, Los Señores de Alcorcón y el holgazán de Pepón, Petra, criada para todo, las hermanas Gilda, Hazañas Bélicas, Pumby, el TBO o el Llanero Solitario…, yo solía coger alguno de aquellos librillos que guardaba en la mesita de noche y empapármelo a mi ritmo, incluidas las últimas páginas, las que describían el abrazo y el beso ardiente que sellaba el amor entre el héroe justiciero y la ingenua joven de labios carnosos.

Por cierto. Tengo guardada la colección de novelas que mi padre acumuló cambiando, cambiando. Si alguien puede demostrar que alguno de esos librillos le pertenece de pleno derecho, tendré mucho gusto en devolvérselo, aunque técnicamente, el delito ya ha prescrito y sea de plena aplicación en este caso el conocido proverbio chino: “Hay dos clases de tontos, los que prestan libros y los que los devuelven.” Al parecer, José Morata no pertenecía a ninguna de las dos clases.

Paco Morata

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