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LA SANGRE AGUA

Hacia los cinco años sufrí una enfermedad misteriosa que casi me lleva para el otro barrio.
Contada por mis tías, la cosa es más o menos así: un día iba montado de paquete (siendo yo no podía ser de otra manera) en la bici con mi padre y nos atacó un perro. No nos mordió, pero yo me llevé un susto tan grande que la sangre se me volvió agua.
A saber lo que querían decir con eso, pero de ahí no las sacabas. Traducido por mí, cuando tuve edad para entenderlo, lo que pasó es que cogí una anemia de caballo, pero Alonso sostiene que no, que fue algo peor, aunque no suelta prenda sobre qué. ¿Leucemia? No creo. En aquellos tiempos habría palmado sin remedio. Puede que la causa estuviera en que, un buen día, llené un botijo que me habían comprado con Cruz Verde, el líquido que mamá usaba para engrasar la máquina de coser, y le aticé un buen trago.
El caso es que me pasé unos años visitando la consulta de don Lucas, que me examinaba y cuchicheaba con mi madre, y desde entonces, he sido un enclenque. Aquella enfermedad cambió mi vida. Siempre fui un mimado, no sólo en mi casa, también por las vecinas. Me pasé la infancia con una mano agarrada a la falda de mi madre y la otra a la botella de Calcio 20. Aquella botellita esbelta, aquel líquido empalagoso y yo juntamos nuestro destino por un tiempo, de modo inseparable. He visto que aún lo hacen, el Calcio 20, pero con el nuevo envase no es lo mismo.
Durante un par de años, todos los días, al salir de la escuela, me pasaba por la casa de don Raimundo el practicante – que vivía en la que hace chaflán entre la calle de abajo y la calle Mayor, enfrente de la carnicería de Joselito – a ver qué señalaba la vara del fraile barómetro y a que me diera un pinchazo. No me explico, con lo seco que estaba, cómo encontraba culo para tantas inyecciones.
Cuando yo llegaba, don Raimundo ya tenía la cajita con la jeringa y la aguja esterilizándose en alcohol ardiendo, sobre un plato. Aún hoy recuerdo el ruido de la llama, el olor del alcohol mientras quemaba, mezclado con el humo del tabaco que fumaba aquel anciano. No sé si era hierro o hígado de bacalao, o una combinación de ambas. Parece ser que temían que me quedase canijo, y no iban mal encaminados. No quiero pensar qué habría sido de mí sin tantas atenciones…
Pensando estas cosas me han venido a la memoria los remedios de la farmacopea al uso en aquellos días, las medicinas que había en todas las casas. ¿Quién no se acuerda de Optalidón, el auténtico, que contenía anfetaminas, Okal, Cafiaspirina, Polvos de Azol, Calmante Vitaminado, Vicks Vaporub (visvaporú), Linimento Sloan (el tío del bigote), Pastillas Juanola, Pelargón, Laxen Busto (c… a gusto) y los ya nombrados Calcio 20 y aceite de hígado de bacalao? Sin olvidar Quina Santa Catalina, “que es medicina y es golosina”. Vino de quince grados que nos metían para el cuerpo. ¿Será por eso que recordamos una infancia feliz?, ¿Porque la pasamos con un medio pedo de alcohol?
También quiero hacer mención de aquellos médicos y aquellos practicantes que iban de casa en casa, visitando a los enfermos, de la cuchara que pedían para mirarte las anginas, del ojo clínico para diagnosticar sin análisis, ni placas, de que se les podía avisar a cualquier hora del día o de la noche, por una urgencia, y acudían.
Así nos sacaron adelante, a mí también, pero nunca fui bueno jugando al fútbol, nunca llegué a debutar con el Moratalla FC haciendo pareja con mi hermano, el gran Pepe Morata, que a punto estuvo de fichar por el Imperial de Murcia. Maldito ojo de pollo, ¿por qué tuvo que salirle justo el día en que lo iban a probar?
En el mundo del fútbol siempre estuve un poco marginado. A lo más que llegué fue a utillero, llevando el botiquín y las botellas de agua. Pero, a cambio, desarrollé este gusto por la melancolía que me hace ser feliz mientras pongo lo que siento por escrito en un papel, y siempre me quisieron las muchachas. Aunque todo esto del fútbol y las chicas sería pasados algunos años.

Paco Morata

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