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LA VENDIMIA (II)

El viaje en tren acaba en Perpiñán. Han pasado más de treinta y seis horas desde que salieron de Moratalla. A la salida de la estación esperan los camiones de los patrones. Cada uno recoge a los suyos. Se llevan también a los que no tienen contrato. Ha habido suerte. Hacen falta brazos, la cosecha es abundante. Mañana, el hijo del patrón se acercará a la policía y cambiará los visados.

– ¡Válgame qué bonico está el campo, chacho, to tan verde…!

– Aquí es que paece que llueve, y no como en el pueblo que no cae ni una gótica de agua en to laño.

Cuando llegan a la “maison”, los reparten en dos alojamientos: las mujeres en el jaraíz de una antigua bodega en desuso. Doce catres con jergones de borra y, al fondo, una pila con agua corriente, agua fría, y una cocina de carbón. Los hombres en unas cuadras que aún conservan restos de heno por los rincones. Antiguas caballerizas, hasta hace poco ocupadas por las cinco yuntas de percherones que servían a la hacienda, sustituidas hoy por dos modernos tractores. Sobre las pesebreras han colocado unos tablones y sobre el entarimado los colchones, uno con otro, sin solución de continuidad. El agua la tienen en la calle, en una pila adosada a la pared, justo al lado de la puerta. Para cocinar les han instalado una pequeña salamandra que saca el tubo por un agujero en el cristal de una ventana condenada. Los hombres no llegarán a usarla. Serán las mujeres quienes, por turnos, hagan la comida para todos. Detrás de las cuadras hay unas letrinas sin agua. A ver cómo se organizan para tenerlas limpias.

La primera cena. Sacan las mesas al patio para poder estar juntos. Hay un chico gallego, un estudiante que viene con lo puesto. Lo sientan a comer con ellos.

La patrona les ha preparado una sopa caliente. Ha puesto sobre la mesa unas botellas de vino. Les habla sin parar, en francés. La miran y asienten, pero no entienden nada.

– Bon appétit.

– Merci, madame contesta el muchacho gallego.

– Demain on commence à cinq heures – avisa el patrón.

– Que mañana se engancha a las cinco – traduce el estudiante.

Dile que bueno.

– D’accord, Monsieur. À cinq heures tout le monde debout.

El muchacho gallego no tocará las uvas. El patrón lo llevará con él a todas partes. Le enseñará a conducir un tractor y lo usará de intérprete. Aunque seguirá comiendo y durmiendo en las caballerizas.

Al día siguiente, al trabajo: jornadas de diez horas, organizados en cuadrillas al mando de un caporal. Por delante las interminables hileras de cepas ondulan sobre las colinas hasta donde alcanza la vista, cargadas de racimos que habrán de cortar a destajo. Los más hábiles dejarán a ratos su corte para aliviar a los primerizos, descargarles unas cuantas cepas para que no se queden atrás. La mayor alegría es encontrarse un plantón seco o con poco fruto. Me ha tocao un domingo – decían ¡Qué descanso!

Pasarían así tres o cuatro semanas de trabajo intenso. Si había suerte, al acabar la vendimia de “abajo” les saldría un contrato para la “de arriba”, más tardía y acabarían de completar la temporada.

Muchos de los que iban a cortar uvas eran buenos agricultores, con mucha experiencia y muy cumplidores. Les ofrecían contratos para largas temporadas antes y después de la vendimia. Algunas familias se establecieron de forma permanente en Francia. Para ellos, la vendimia era una época de especial alegría. Llegaban paisanos, amigos, familiares. Se hablaba español. Traían noticias del pueblo, y traían productos de España que tanto echaban de menos: una botella de Terry, de Soberano, del Mono, de las Cadenas; pan del Chencho, del Manolo, del Segundo, longaniza blanca o colorá, morcillas de la Imponienta; Picadura selecta, Ideales o “caldo de gallina,” Farias, Bisonte… hasta un bote de leche condensada La Lechera eran un lujo para los que llevaban mucho tiempo fuera de España.

De vez en cuando, ocurría algún accidente, normalmente cosa de poco: un corte con las tijeras, un tractor que vuelca, menudo susto, una caída sin consecuencias con la moto que les presta el patrón para ir a echar las cartas… Y alguna desgracia, como la del pobre Epifanio, que conmocionó a todo el pueblo. Era vecino de las Casas Baratas, uno de los más veteranos, de aquellos que pasaban prácticamente todo el año en Francia. Se ahogó en un río. Me lo recordó mi amiga Carmen Martínez. Aún se acuerda de Manolo Guerrero leyéndole a la madre, la Tía Asunción, el telegrama, escrito en francés, con la mala noticia. Era dieciséis de julio, el día de su santo. Una triste excepción dentro de la rutina de cada año…

Había que seguir. Al finalizar la campaña, volverían al pueblo con unos cuantos paquetes de café La GRAND’ MÈRE, cigarrillos GAULOISES o GITANES, alguna botella de Pastís, los primeros paquetes de OMO, con una figura de un animal de la selva dentro, algunas palabras de fonética adaptada: mesié, madám, garsón, mersí, bonyur, la vuature, la chambra, la mesón, se labá, manyer… , y sobre todo, dinero; dinero fresco.

Aquel dinero, ganado   con tanto esfuerzo, suponía una gran inyección para la economía del pueblo. Se ajustaban las cuentas en las tiendas. Se compraban teles, lavadoras, frigoríficos. Se hacían pequeñas reformas en las casas: retejar, repellar fachadas, cambiar ventanas. Se ponía el agua corriente, un grifo sobre una pila, junto a la puerta, que servía para todo, y un retrete. Después vendrían los cuartos de aseo con lavabo, inodoro y media bañera. Aunque, en muchos casos, la familia seguía usando la pila y el baño se reservaba para cuando hiciera falta, es decir, para que se lavara el médico cuando fuera de visita. Se contaba, puede que como maldad sin fundamento, de cierta mujer que, enseñando la casa a las visitas, al llegar al excusado solía decir: “Aquí tenemos el cuarto de baño, que, gracias a Dios, no ha hecho falta nunca”. Tan poco uso le daban que tenían la bañera llena de piñas para encender la estufa.

Algunos conseguían ahorrar para comprarse una pequeña Derbi, una Rieju, una Motobic…para ir a la huerta. Otros iniciaban un negocio, un bar o una tiendecica de barrio, abierta a todas horas, todos los días del año (“si está cerrado, llama, que te abro”) una especie de Seven eleven adaptado al medio, sin tanta prosopopeya.

 

Éramos un país de emigrantes. Dejábamos nuestro hogar por un tiempo para ir a ganarnos el sustento en tierra extraña. A veces recibíamos la misma incomprensión que, con frecuencia, dispensamos a quienes ahora vienen a buscarse la vida entre nosotros.

¡Qué pronto se nos ha olvidado!

 

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