El día del eclipse no fue lunes, ni viernes, los días en que Tolunes, el frutero, hace su recorrido por las cortijadas del Campo de San Juan: Las Casicas, Aledo, La Rambla, Ribera, Caravaca, Carrasco, La Loma, Casa Nueva, El Moral, Letrado, Venta Nueva, Pernías… Siempre la misma ruta, a la misma hora, los mismos días. Nunca miércoles. Excepto el día del eclipse.
Llegó muy temprano, apenas había amanecido, pitando según costumbre, aunque la bocina no molestaba como en otras ocasiones. La furgoneta hacía menos ruido y apenas levantaba el polvo del camino. Se acercó casi en silencio ─las ruedas gastadas parecían no rozar los riscos de la senda─, envuelta por una luz que el alba y la luna, que empezaba a interponerse ante el sol, hacían muy difusa. A Milagros se le vino a la cabeza una escena de película; un coche acercándose despacio, por una carretera que hierve con el calor del verano.
Tolunes abrió la puerta lateral del furgón y esperó paciente a que acudieran las mujeres, más legañosas, más dormidas, sorprendidas por el madrugón que se había anticipado a los gallos, sin tiempo de arreglarse las horquillas. La mañana olía a más nueva, más limpia, se oía el silencio.
Cosas del eclipse ─pensó Milagros mientras acariciaba la fruta de una banasta, sin darse cuenta. Estaba mirando a un hombre sentado en el asiento delantero, el del copiloto. Un hombre alto y muy delgado, del color de las velas de sebo, pálido como la cera, pero más transparente. Un hombre de ojos claros, silencioso, abotonada hasta el cuello la camisa de manga larga, cruzadas sobre los muslos esqueléticos unas manos como exvotos, idénticas a las que había visto colgadas en la ermita de la Rogativa, entre trajes de novia, uniformes de soldado, vestidos de torero y frascos con amputaciones conservadas en formol; apéndices vermiculares la mayor de las veces. Pago de promesas de algunos fieles a cambio de beneficios recibidos: Virgencica, que mi niña sane de la gangrena (una pierna de cera). Virgencica, que me quede en España pa mi novia, pa mi madre (el traje de recluta). Virgencica, que se cure mi niño del cólico miserere (el trocito de carne en un bote de mermelada). Virgencica, que no me quede para vestir santos (los tules colgando de una percha, amarillentos, cubiertos de polvo y telarañas). Virgencica de la Rogativa, que apruebe prisiones (el temario atravesado por un hilo bramante, suspendido de un clavo)…
Un hombre inmóvil que anotaba en una hoja de papel de estraza los precios de los motes, que hacía las sumas al instante, y las mostraba a Tolunes, por encima del hombro, sin volverse, sin decir palabra.
– Mi padre ─explicó Tolunes, sin que nadie le preguntara─, que está delicado y no me atrevo a dejarlo solo en casa.
La fruta que nos vendieron resultó la más dulce que habíamos comido, la más jugosa, la más sana. Néctar y ambrosía de los dioses, envueltos en diversas apariencias. Un placer del paladar que, al mismo tiempo, nos alivió los males durante unos días: Fermina estuvo viendo sin que le estorbaran las cataratas; José cavó y regó, volvió paradas y amontonó tierra, sin molestias del reúma; Celestino volvió a montar el caballo, libre del azote de las almorranas; Mariana, que siempre anda la pobre tan mal de la cabeza, se acordaba de todo lo que tenía que hacer y de dónde estaban las cosas de la casa; los niños no cogieron sabañones y la maestra pudo dar clase sin que la interrumpieran con ninguna impertinencia; se perdió el olor a basura del estercolero y las gallinas que comieron las mondas de la fruta, las sobras del puchero, ponían los huevos más gordos, de dos yemas; las palomas no cagaban la calle y las ovejas olían a lana virgen lavada con Perlán, con suavizante. Y se quería la gente: volvieron a hablar hermanos que llevaban peleados más de treinta años, por dos palmos de tierra en una linde; vecinas que riñeron en la mocedad, porque las dos querían al mismo hombre, que al final se marchó a Caravaca y las dejó compuestas; Roga, la del estanco, que vende de todo, bajó los precios como si fuera temporada de rebajas; y no hubo peleas por el agua mientras quedaron peras en las alacenas.
El siguiente viernes aguardábamos a Tolunes ansiosas. Dispuestas desde antes del amanecer: con la faja puesta, la cara limpia y el pelo bien cardado. Pero tuvimos que esperarle hasta la hora de siempre. Oímos el estruendo del claxon que nadie aguanta, el traqueteo destartalado de la Vanette, que se cae a pedazos; vimos acercarse la nube de polvo que levanta en el camino; sus gritos de malafolla ─Vamos, Marías, que me se hace tarde─ despertando a los chiquillos.
Los tomates buenos, los plátanos maduros, las lechugas en su punto, las peras duras, las manzanas pasadas. La variedad de siempre.
Y Milagros que pregunta: ¿Hoy no traes a tu padre? Y Tolunes que la mira, con esa cara de sapo mal parecido, cabreado y blasfemón, y le contesta de muy malas pulgas: ¡Qué leches dices tú de mi padre? ¡Si mi padre hace siete años que está enterrao!