Ha sido una mañana muy movida. Primero, el funeral concelebrado, oficiado por Su Eminencia y cuantos curas han podido meterse en el altar. Algunos para rendir un último homenaje al difunto, otros para hacerse presentes, estar cerca del obispo, expresarle su adhesión inquebrantable. Un altar provisional que se ha instalado ante la puerta de la iglesia, de cara a la plaza, que está de bote en bote; un gentío escuchando la ceremonia a través de altavoces que se acoplan, un murmullo incesante pidiendo información, propagando burdos rumores.
Despuésse ha puesto en movimiento la comitiva fúnebre, presidida por el prelado junto al cabezón lustroso del Excmo. Sr. Gobernador Civil. Toda la ciudad tras el furgón destartalado de El Último Paseo, reluciente de limpio como nunca, flanqueado por los guardias de gala; pero escaso de flores. El descuido, la falta de costumbre, la ausencia de parientes cercanos, unido a que Argimiro no ha podido hacerse cargo como le hubiera gustado, han hecho que sobre el féretro solo luzcan un ramo de crisantemos, excedido de lazo y celofán, de la Sección local de Adoración Nocturna, y la corona que la aseguradora siempre aporta. La negligencia del empleado ha uncido la guirnalda con unas cintas de rutina, una leyenda nada adecuada para el caso: «Tu esposa e hijos no te olvidan», que el sacristán ha tratado de esconder, pero el viento ha vuelto a desplegar. Por si fuera poco, el coche pierde aceite, un goteo abundante, puede que hasta simbólico, como si el propio automóvil quisiera unirse al duelo, arrojando el llanto de su más profunda entraña. El derrame dificulta el paso de la comitiva, al tiempo que favorece la comunicación entre los dolientes: «Cuidado, no te escurras. Por aquí parece que no ha soltado tanto. Atención a esa mancha».
Finalmente, las oraciones, los discursos en el campo santo; de nuevo los pitidos que impiden entender lo que se dice del difunto; el viento que dispersa las palabras oficiales y las hace aún más ininteligibles; el grito indignado de algún espontáneo pidiendo justicia; el temor al castigo divino, las lenguas de fuego sobre la ciudad clericida.
Un poco apartado del sepelio, a la sombra de un ciprés, el concejal Morata relata a un grupo de vecinos de qué modo rescató la fachada de la casa de las aguas del estuco y la codicia de los especuladores.
Ahora todo está tranquilo. Solo el doblar de las campanas rompe el monótono silencio de la siesta. En la plaza no queda nadie más que Josepepe, absorto con un pollo de gorrión que la canícula sofocante ha hecho caer asfixiado de su nido. Y ahí está el hombre, bajo un sol que seduce al fuego, contemplando, sin perder detalle, cómo las moscas van haciendo presa del diminuto cadáver. Moscas que dicen de la carne, más grandes que las comunes, de un brillo metálico verdoso, acuden como llamadas a rebato. Primero una, la más viva, que no acaba de asentarse, desconfiada, luego otra y otras y otras muchas. Terminan por sepultar la pequeña carroña bajo un montón bullicioso que no deja saber lo que hay debajo. Las golpea entonces con el vestugo de almendro que siempre empuña. Le encanta ver la desbandada, el zumbido nervioso, el agruparse de nuevo. Hasta que un perro lenguón y acalorado se acerca y se come los despojos de una dentellada. Deja a cambio a los dípteros y a la atención de Josepepe, un cirote canela que el calor oscurece de inmediato. Sobre él se sienta el enjambre expoliado. El infeliz levanta la cara, arrugada como un trapo mojado alrededor de su risa sin dientes. «A las moscas les gusta la mierda», es su eureka, mientras deja escapar gruñidos de alegría.
De repente, Josepepe ha lanzado un alarido y ha salido corriendo despavorido, repitiendo una retahíla que nadie entiende. Un hombre, al que llaman el Patillas, se encamina a la barbería.
— Hay que joderse con el tonto éste — dice a modo de saludo —. Cada vez que me ve parece que perdiera el culo.
— El pobre no sabe lo que dice — responde Alfonso, con gesto contrariado, mientras sacude el peinador e indica al recién llegado el sillón vacío. No hay nadie esperando. De pie junto a la puerta un joven que acaba de pelarse. Pálido, con la cara comida de granos, pajillero empedernido por las trazas, termina de esculpirse un tupé chorreante de colonia y se despide.
— ¡Adiós Jesualdo! ¿Qué va a ser, caballero? — encadena Alfonso
Iba a ser afeitar y arreglar el cuello. «Pero no me suba las patillas, déjemelas como siempre, ya sabe que me gustan de hacha, aunque no estén de moda.
— Este muchacho que se asusta de usted, a nosotros nos da mucha lástima, está así por mala suerte. Por un accidente en la mili. Casi se mata. Era lo único que tenía su madre, y ahora…
— No, si no digo nada. El muchacho de verdad que da lástima, con ese gorro que lleva, pero me choca el miedo que me tiene. Es que yo nunca le he hablado siquiera.
— Ese gorro se lo hizo el Bozos, el talabartero, para taparle una pieza que le pusieron en la cabeza.
— Lleva un dibujo muy raro, me ha parecido.
— El talabartero le grabó eso que parece un tatuaje, el corazón de Jesús copiado del pendón de la hermandad y el lema « amor de madre », para que esté más bonico.
— En fin… ¿Tiene usted la Marca?» Llama así, en femenino, al diario deportivo.
El hombre no habla mucho, lee el periódico y comenta algunas cosas, pero al barbero le hace poca gracia. Ni siquiera es del Bilbao, como las personas decentes. Lo despacha lo más rápido que puede y se sale a fumar a la plaza. Agazapado en el umbral de la iglesia ve a Josepepe, escondido de la gente o del sol. Le hace gestos de que venga con la mano.
— Toma, Josepepe — ofrece — toma un caramelo
El mocetón se acerca y coge el dulce de menta, ya pelado, que el hombre le alarga.
— El Patillas es demonio — dice en un chillido atropellado, y sale corriendo.
— ¿Qué le pasa a Jotapé? —Pregunta Argimiro, que en ese momento aparece por el callejón de Santa Ana.
— Que le ha tomado interés al Patillas, o miedo, ¡yo qué sé! Ya sabes cómo es el muchacho. Ahora dice que es el demonio.
— A saber lo que pasa por esa cabeza. Por cierto, ese hombre ¿quién es? Muchas mañanas me lo encuentro corriendo alrededor de la Iglesia. Creo que llega hasta el castillo y luego baja. Está en buena forma
— Se llama Sotero, pero todos le dicen el Patillas. Es el dueño del gimnasio. Se las lleva de calle, con esos pantaloncicos tan ajustaos marcando anatomía.
— ¡Ah! ¿Que tenemos gimnasio?
— Sí, hace ya más de dos años. Lucerna, se llama. No lo has visto porque está en la carretera de San Juan y tú por ahí no pasas.
— Está recio el tío. Con razón.
— Es amigo de Zurriago. Su entrenador personal. Y de la Benemérita en general. Les hace precio de grupo. Pero tranquilo. Sé de buena tinta que Paquita no lo soporta.
— ¡Vaya! Eso me tranquiliza.
—Por cierto, me tienes que aclarar algunas cosillas de tu amistad con la nena. ¡Qué callado te lo tenías!
— Anda, no me seas alcahuete. Cada cosa en su momento. Ahora hay asuntos más urgentes.
— ¡Ah! ¿Sí? No me digas. Ayer parecía otra cosa. ¿Qué pasa?, ¿te dio tiempo a desahogarte?
— ¡Eres cansao! Deja ya el tema. Estoy preocupado. Me ha dicho la Tata Adela que han faltado más objetos de la iglesia.
— ¿Cómo?
— Dice que hace unas semanas, antes de la muerte del Arcipreste, cuando estaba limpiando con Rosita Limonchi, se dieron cuenta de que la cabeza de San Camilo de Lelis no estaba en su sitio,
— Eso es de Salzillo ¿no? Tiene valor.
— Sí, de Salzillo. En la guerra destrozaron la imagen del santo, pero quedó la cabeza en bastante buen estado.
— Alguna vez la he visto, en su altar, en una nave lateral. Le reza mucha gente
— Tiene fama de curar enfermedades. Alguien la raptó del altar en la capilla del Santo Sepulcro.
— Un robo fácil. No tenía ninguna protección. Anda que no llevo tiempo diciéndolo.
— Sí, tan fácil como echársela al bolsillo. Ni alboroto ni destrozos.
—Posiblemente pasaron varios días antes de que las mujeres la echaran en falta.
— Teniendo en cuenta que limpian cada dos semanas…He hablado con Don Tomás, dicen que don Carlos lo denunció, pero no le han dedicado mucho tiempo. Vinieron el sargento y el cabo con el que saca las huellas, estuvoechando polvos por un lado y por otro, pero, de momento, no hay nada.
— ¿Otro?
— Otro, ¿qué?
— Otro echando polvos en la iglesia. Vas a tener que poner más cuidado. No dejarte las puertas abiertas, que luego pasa lo que pasa…
— Cállate, cabronazo, que todavía me tiemblan las piernas. ¿Podemos hablar tranquilamente esta noche?
— Cuando acabe el ensayo de la banda. Pásate a recogerme después de la misa. Te invito a cenar.
— De acuerdo, así veo a Pilar y la abuela.
Alfonso y el resto de Sicilianos viven en un palacio. Dicho así impresiona. Y más impresionaba oír al abuelo Julio contar cómo lo había ganado en una timba de borrachos un sábado de Gloria. Contaba aquella trola como si de verdad la hubiera vivido
Yo mi casa me la gané un Viernes Santo, después de jugar a las altas y perder hasta el último perrogordo. Estábamos don Régulo Rueda, Venancio Zapatica, el alguacil, y un servidor, medio tirados en un velador de la Caraba. Don Régulo era el más perjudicado, había mezclado coñá con lechanís, y los revueltos son lo peor. Llevaba una baraja en el bolsillo. La sacó y se puso a hacer un solitario con aquellas cartas mugrosas que habían pasado por no se sabe cuántas manos. El solitario no le salía ni haciéndose trampas. Se cabreó y lo dejó. De repente, plantó la baraja en el mármol y dijo: No hay huevos, no valen ustedes para nada. Yo sí los tengo bien puestos. Me pongo el palacio, con todo lo que hay dentro, si alguien se apuesta alguna cosa que valga la pena.
Venancio Zapatica, que no tenía hacienda, se adelantó: Yo, don Régulo me juego el virgo de mi zagala, laMarujica, ya sabe usted lo apañáqu’es, una hermosura que alumbra el roal por ande echa.
Sí que da gusto verla, sí, y con una espetera apretada que podría resucitar este muerto que entorpece mis andares… ¡Venga! Me vale. Luego se volvió hacia mí y me picó: ¿Y tú, Pelavivos?, no me jodas que no vas a apostar. Sabía yo que tú de saudade mucho, pero lo que es de aparato estás algo escaso. ¡Allá penas! ¿Cuándo se te va a presentar otra como esta en tu puta vida. ¿Tú has visto qué premios?
Así que puse sobre la mesa la llave del salón recién inaugurado, con sillón americano incluido, el primero que se veía por estos andurriales.
— ¡Bien hecho, Rapamuertos! ¿A la carta más alta?
— ¡Venga! — Respondimos al unísono Zapatica y yo.
El primero en caer fue don Régulo: sacó el dos de oros . Yo saqué la sota de copas. Pero Zapatica levantó el rey de bastos, y se adjudicó la mansión.
En el segundo envite, yo saqué el cinco de bastos — el bocarrana, el que lo tiene no gana — y me vi en la ruina. Venancio se frotaba las manos, volvió carta despacico —elcuatrodecopas-mecagüenmismuertos—. Acordarmos un trueque. Me costó trabajico, que el pregonero le había tomado apego a la casona, pero lo convencí. Marujica siguió virgen, si lo era, y nosotros nos subimos de los Bancales, a detrás de la iglesia».
Una trola como un piano que el abuelo no se cansaba de repetir. Lo cierto es que don Régulo Rueda murió soltero y sin descendencia. Sus harapos, sus trastos y sus ruinas los fueron a heredar unos sobrinos de Mataró que nunca habían pisado las calles de Muralla. Ni por esas visitarían le ciudad. Decidieron deshacerse de lo que suponían que estaría cercano a la ruina. Preguntaron, a través del notario, por una persona de confianza que se pudiera encargar de la venta. Por un comentario mientras lo afeitaba, se enteró el barbero: «Yo mismo, si me lo permite. Desde aquí puedo hacer que se entere la ciudad entera. Pronto nos habremos librado de ella».
Poder, claro que podía, otra cosa es que quisiera que la noticia se conociese. Le gustaba la casa. Así que guardó absoluto silencio sobre ella. De vez en cuando recomendaba a los vendedores una bajada del precio: «Está todo muy parado, no se vende nada». Los herederos, que tenían prisa por convertir en dinero aquellas ruinas, cedían. No conocían la casa, no sabían que era sólida, que le hacía falta nada más que reponer cuatro tejas y repellar algunas paredes. Un chollo. Cuando consiguió un precio conveniente, presentó una oferta, en efectivo y al contado. Desde entonces viven allí sus hijos, repartidos en varias moradas. En una de ellas vive Alfonso con Pilar, Alfonsito y Loli y la abuela que lleva años sentada en una silla, desde que le dio un paralís. Alfonso le fabricó un ingenio gestatorio donde pasa el día. Está preparado para que la mujer se alimente, duerma frecuentes siestas y defeque con comodidad. También para que se entregue a sus rezos. La mujer está casi ciega y apenas puede hablar, pero conserva un fervor que ha ido creciendo con los años. Como no pueden llevarla hasta la iglesia, le han buscado un lugar a la entrada de la casa, un rincón en el vestíbulo, fresco y recogido, donde pasa muchas horas entregada a sus recuerdos y a sus oraciones. La colocan allí frente a un gran aplique de cristal, semejante a una urna. Ella piensa que encierra una imagen, la Virgen del Carmen que de niños llevábamos de casa en casa siguiendo un turno. De vez en cuando le encienden la luz; no muy a menudo, para no quemar el truco; la anciana piensa entonces que es el halo de María Santísima, aparecida en respuesta a sus plegarias. Pero no dice nada. Calla prudentemente, porque sabe que nadie la creería.