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PACO MORATA, MIENTRAS EL PAPA RONCA. CAPÍTULO IX

 

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CAPÍTULO IX

 

Es cierto. Alfonso lo sabe prácticamente todo de la vida de su amigo, Fueron creciendo a la par. Juntos se confirmaron. Aprendieron ala vez a ayudar a misa. Pasaban el uno con el otro las tardes sin escuela, las largas siestas del verano. Aprendiendo a distinguir las chicharras mimetizadas sobre el tronco rugoso de los olivos. A conocer el canto de los pájaros: verderones, pardales, colorines. El olor insoportable de los nidos de las abubillas. A cortar espliego, rebuscar almendras y aceitunas, escarbar la basura de los bares para encontrar unas monedas. A espiar los balcones descuidados de las niñas. A masturbarse. A bailar el zompo y jugar al morro, a las cifras al bote. Los partidos de fútbol en cualquier era. A multiplicar y a dividir. Bueno, a dividir no aprendieron juntos. Aprendió primero Alfonso y luego, en la cocina de los sacristanes, le repasaba las cuentas a su amigo. Le explicaba con palabras simples de niño, lo que el maestro con todo su saber y toda su experiencia no había sido capaz de hacerle comprender.

Hasta que un día Alfonso dejó la escuela. Tenía que ayudar a su padre. Aprendió a afilar la navaja, a enjabonar, afeitar, cortar el pelo. Poco después su amigo, becario en Orihuela, aprendería Urbanidad, Latín y Griego.

 

— Te toca, dijo Argimiro.

— Es verdad. Desciende a la tierra, que me toca.

— Sí, te toca la burra y te toca contar. Un trato es un trato.

— Cierto, dijo Alfonso mientras arrastraba la panza sobre el lomo de la pollina para poder subir. El papel. ¡Ay! el papelito… En el papel hay dos letritas muy bien escritas. Dos letras, simplemente, mayúsculas: una B y una C.

— ¿Bernabé Cienfuegos? ¡Ja jaja!

— No estaría mal, ¡ja jaja! Pero hay otra cosa dibujada en el papel… Una calavera. ¿Te suena?

— ¿La banda de la calavera? ¿En serio? ¿Pero eso no fue una broma? ¿No fue cosa de Tirillos?

— Nunca se supo. Fue al poco de llegar Zurriago. Su  primer fracaso, su  primer gran cabreo. Bartolo lo estuvo recordando. Conoce bien los detalles.

Empezaron una tarde, con el buen tiempo. Los tambores estaban al caer y había  mucha gente en la calle. Todos pudieron ver cómo aparecía, de pronto, en lo alto del castillo, un fantasma ondeando una gran bandera republicana, sobre cuya franja gualda habían pintado una calavera tocada con un tricornio y la leyenda “muera la Guardia Civil”, manuscrita en letras negras. Dio un par de carreras con la bandera al viento por la torre, antes de perderse de vista. Inmediatamente se asomó desde la torre de la Asunción. Dio varios  banderazos, sacando el estandarte por cada una de las cuatro ventanas del campanario, como si quisiera aventar un saludo a los cuatro puntos y desapareció.

No habían pasado ni tres minutos y  ya se había presentado Cienfuegos  en el despacho de su superior: «Mi sargento, me ofrezco voluntario para investigar el caso del fantasma».

— Cálmate, Bernabé, que tú llevas poco tiempo y no conoces a esta gente. Como entres al trapo, estás perdido. Déjalos que saquen la banderica unos días, hasta que se aburran, verás cómo se cansan pronto.

— Con su permiso, no estoy de acuerdo. Estas burlas ofenden el honor de nuestro Instituto.

— Venga, venga, Bernabé. Que están de cachondeo. A mí me ofendería que, cuando hay un problema, se olvidaran de nosotros y llamaran a los municipales o los maderos, pero mientras la gente de los primeros que se acuerde sea de nosotros, no vamos mal los picoletos.

— No obstante y si no ordena lo contrario pido, con el debido respeto,  que me autorice a investigar el caso.

— Tú mismo… Pero te advierto que estamos tasados de efectivos. Búscate un voluntario… pero… uno.

Así fue como Bernabé y el guardia Chícheri, se convirtieron en pareja de hecho metafórica, compañeros en los servicios. Y así fue como empezó su calvario: el espectro salía a las horas más intempestivas, siempre por sorpresa, sin que pudiera  establecerse ningún orden, ningún ritmo, ninguna cadencia. Desaparecía de la vista para aparecer de inmediato en otro lugar a gran distancia. Era imposible que dos policías con el apoyo esporádico de algún compañero, pudieran controlar los movimientos de la gente del pueblo.  Cuanto más se empeñaban, mayor era el cachondeo.

Empezaron a correr historias de pasadizos, de laberintos minando la montaña, de artificios mágicos, de artilugios traídos de países exóticos, de más allá de los confines de la China, por los que un hombre podría transportarse a la velocidad de la luz. “Cosas de los moros”— apostillaba algún guasón en el casino. Actuaron de modo impune durante más de tres meses, sin dar descanso a la pareja, a la que tuvieron continuamente en jaque. Nunca llegó a conocerse la identidad de sus componentes, ni pudieron confirmarse las sospechas que apuntaban a Tirillos como el alma de todo aquel montaje.

El pato, al final, lo acabó pagando JesualdoBrugarolas, un lechuguino, hijo de buena familia. Acababa de regresar a la ciudad, después de pasar cuatro años interno en los frailes de Cehegín, entregado a partes iguales al onanismo y el bachillerato, y se había encoñado hasta perder la cabeza (veneno que tú me dieras, veneno que yo tomara) con la Nena Chica, la hija de Encarnación, una tabernera de la calle de Abajo, con fama de alcahueta. Confiaba en que, disfrazado de aparición, podría llegar al domicilio de la dama dejando a salvo su identidad;  trataba de evitar que la noticia de sus devaneos llegara a oídos de su padre, que buscaba una excusa, por pequeña que fuera, para ponerlo a trabajar con la cuadrilla de Reflejos, el maestro de obras que estaba poniendo de hormigón las calles. Cubierto de una sábana, como manda la imaginería popular, con un capirote del Santo Entierro sobre la cabeza, arrastrando de su tobillo el tentemozo de una antigua tartana, medio desguazada en el patio de la almazara de su abuelo, y alzando ante su rostro enmascarado un candil de carburo, salió una noche en busca de deleite y fue a darse de boca con la pareja que, agazapada en el postigo del huerto de Donaciano, vigilaba el stop de la carretera de Caravaca,  junto al banco de herrar.  Vieron brillar el resplandor de la lámpara, subiendo del Morterico, cerca del porche de la balsa de San Juan, frente a la posada.

— Mi cabo, un alma en pena — dijo el número Chícheri, espeluznado, echándose el máuser a la cara.

— ¡No me jodas, alma en pena! ¿No ves que es el fantasma del castillo? Corre a por él, jodío. Como se te escape te arranco los huevos.

A la segunda bofetada, ya sabía Zurriago que nada tenía que ver Jesualdo con la Banda de la Calavera, pero le siguió arrimando, hasta que se le mitigó la mala leche que le corroía por dentro.

 

En estas iban cuando llegaron a la Casa del Puente, el sacristán a pie, tirando del ramal, mientras que el barbero, relajado a lomos de la acémila, se disponía a echar un cigarrico. Jugueteaba con el pitillo y el chisquero, retrasando como siempre el momento de encenderlo, para hacer más intenso el placer de la primera calada. No sospechaba la que se le venía encima. De repente, la burra empezó a agitarse, nerviosa, levantó la cabeza con las orejas tiesas y lanzó un rebuzno; enseguida  se escuchó un relincho cercano, un redoblar de cascos y un resollar agitado que se aproximaban por su espalda desde la oscuridad. El garañón del cortijo, que estaba echado bajo una olma, no muy lejos del camino, había venteado a la hembra en celo y se había puesto en vena. Su dueño lo tenía apeado, pero la fuerza del deseo hizo que rompiera las trabas y corriera a dar salida a aquella urgencia que crecía en su panza. Antes de que el barbero alcanzara a comprender lo que estaba sucediendo, se encontró aplastado bajo el pecho del caballo, que tras varias embestidas desviadas de la diana, consumaba al fin la coyunda placentera con la hembra, mientras a él le rebuznaba palabras de amor en la oreja. Cuando la burra consiguió zafarse del abrazo, corrió espantada, dando corcovos y tirando coces,  y fue a chocar contra la pared de las pocilgas. Alfonso, que a duras penas había conseguido mantenerse sobre el lomo, aferrado al cuello de la pollina,  salió despedido por encima de las orejas del animal y fue a plantar sus costillares sobre  el montón de estiércol y purines. El impacto despertó a los verracos, que a punto estuvieron de comerle los blandos, tuvo que salir por piernas, renunciando a los zapatos, porque su compañero, muerto de risa, nada podía hacer para socorrerlo.

 

Tosantos  el santero de la Ermita del Cristo, recostado en la mecedora delante del mesón, daba cuenta de los restos de una botella de tinto de Ricote, mientras la Negra recogía el comedor. En el cassette Gloria Lasso gemía cuando la tarde languidece renacen las sombras y en la quietud los cafetales vuelven a sentir el son tristón, canción de amor de la vieja molienda… Arriba, la luna llena esclarecía el paisaje. Desde su atalaya vio el tabernero acercarse la figura descompuesta de Alfonso, sobre la borrica, pues  no tenía zapatos, y Argimiro tirando del ramal. Se levantó abrochándose con ambas manos el botón de la cintura. Como todos los barrigudos, se desabotona los pantalones, para poder estar cómodo, cada vez que se sienta.

— ¿Dónde va la Triple A: asno, Argimiro y Alfonso? — socarroneó.

Argimiro intentaba dar explicaciones, pero hablaba tan alto y tan atropellado que no se le entendía nada.

¡Por Dios, barbero, qué lindo huele! — dijo la Negra, que había salido al oír el alboroto —.  ¿Dónde se consiguió ese perfume?

Alfonso, sin decir palabra fue a lavarse al pilón del patio. De paso, abrevaría a la burra. Su compañero, retorciéndose aún de risa, pudo por fin contar lo que les había pasado. Después les explicó el plan que traían. Confiamos en vosotros, dijo Argimiro. Queremos mantener esto en secreto. Que no se sepa que nos hemos bajado la imagen.

 

Contad conmigo, dijo Tosantos, un hombre de tamaño fuera de lo normal, que en sus tiempos mozos fue cocinero del Cardenal Segura. Ahora compagina la tarea de santero del Cristo con la de anfitrión, maître y chef de un pequeño mesón que regenta frente a la ermita, famoso más allá de los límites de la comarca. Su cocina es exquisita, pero no es fácil entrar a formar parte del reducido grupo de afortunados que la han disfrutado. Da de comer a quien él quiere y cuando él quiere. Tienen que ser grupos de entre ocho y diez personas («Yo para menos no guiso y para más, tampoco, que me canso»). Apunta las reservas en una pizarra y las va eligiendo según le cuadra. El día que le toca a tu grupo, llama y dice: Estoy haciendo de comer (o de cenar) para vosotros. A las dos y media (o las nueve y media) os quiero sentados en la mesa; no tardéis que si se enfría no está bueno. Si no le coges el teléfono, te borra y pasa turno. Si dices que no puedes, te borra y pasa turno. Si llegas tarde te encuentras con que ha tirado la comida, te ha borrado y pasa turno.

— Si se enfría, no está buena, ya te lo dije.

Fue bautizado Todos los Santos, porque nació en tal día y, a su madre, Santos le pareció poco para un niño tan grande (pesó más de media arroba) o porque el parto fue tan trabajoso, tan largo, que a la deslenguada le dio tiempo de irse ciscando en todos ellos, uno a uno. Empezando por San Ramón Nonato, patrón de las parturientas, que ejercía sus funciones desde la mesita de noche. Aunque en sus años de Sevilla consiguió que en Palacio se le llamase por su nombre completo: «Que venga el señor Todos los Santos. Que el Señor Todos los Santos prepare la cena. Feliciten al señor Todos los Santos, la comida ha sido deliciosa»— solía decir su Eminencia.  Aunque allí lo consiguió — no sin trabajo —, antes, durante y después, en su pequeña ciudad, siempre fue Tosantos para todos, desde que iba a la escuela y los niños se burlaban sin piedad de su vocecita atiplada, como de máscara, de su dengue, sin ningún respeto por su corpachón enorme, que debería haberles dado miedo: «Tosantos, a que no me conoces»— aflautaban la voz —. «A que no me conoces mariquita». Y él, que al principio se indignaba y trataba de alcanzarlos, renqueando la gordura hasta donde le permitía el aliento, había acabado por comprender, resignado, que era mejor no hacerles caso, lo que provocó que los niños se fueran aburriendo hasta dejarlo en paz.

La Negra vino de Cuba con el hábito del Carmen y una voz de ángel que sobrecogía cuando entonaba el Pangelingua desde el coro de la catedral y ahora invade las estancias con los aromas de azúcar tostada y tabaco de su isla, cuando canta al ritmo de guarachas, rumbas y boleros mientras mueve las caderas. Comparte negocio y morada con el santero, pero no cama, que Tosantos nunca gustó de la carne de hembra. Les une un lazo de lealtad más fuerte que el matrimonio desde que la mujer cambió los hábitos por las promesas de un chulo que la dejó tirada. Tosantos, que compartía con ella los fogones  del cardenal, la acogió en su seno; por ella dejó el trabajo y con ella se volvió a Muro de Palos, a la casa de su madre. Ahora es ella la que mantiene el negocio a flote y, aunque el cocinero solo le concede el mérito de los postres, es la Negra la que hace todo el trabajo en la cocina, excepto salpimentar y probar.

 

Un coche con las luces apagadas se detuvo abajo, a la orilla de la carretera, justo donde comienza el camino de tierra que sube hacia el santuario. Corrieron a esconderse entre los arcos del claustro medio en ruinas, vigilando las ventanas que no tenían rejas, las únicas por donde se podría acceder al interior de la ermita. No tuvieron que aguardar mucho. Dos figuras vestidas de oscuro, con las cabezas cubiertas de pasamontañas y armados de sendas patas de cabra se deslizaron silenciosos a su lado. «¡Qué pestuza!», se quejaron al pasar junto al escondite del peluquero. Descerrajaron una ventana y se colaron dentro. Barbero y sacristán se acercaron sigilosos a indagar lo que estaba sucediendo: los dos hombres desprendían de la cruz el cuerpo agonizante de Jesús. Al aproximarse pisaron una botella de plástico que alertó a los ladrones. Uno de ellos vino a comprobar lo que pasaba. No alcanzó a ver nada, pero olió mucho. «Al santero se le han escapado los cerdos», aventuró el encapuchado, mientras volvía a su empeño.

Los expoliadores estaban con las manos ocupadas cuando recibieron el ataque: uno sujetaba al Cristo por debajo de los hombros y el otro de las piernas, como si de un cadáver sin sudario se tratase, de un torero cogido al que la cuadrilla se apresura a sacar al callejón. Alfonso y la Negra se encaramaron a los respectivos hombros, agarrándolos lo más fuerte que podían por el cuello. Tosantos y Argimiro tendrían que acabar de reducirlos antes de que se rehicieran de la sorpresa. Pero no pudieron ayudar. Se vieron maniatados sin haberlo esperado: sujetando al crucificado, que por los pelos habían conseguido agarrar antes de que diera contra el suelo y se hiciera pedazos. Los enmascarados, al recibir el asalto, lo habían dejado caer sin ningún miramiento.

«¡Alto a la Guardia Civil, cojones!», tronó por debajo del pasamontañas la voz de cabreo del sargento Poveda, apagada por el petardazo de un par de disparos que lanzó al aire. Se quedaron de piedra.

«Da las luces, Tosantos, y quita a este guarro de mi lado — ordenó —. ¡Joder qué olor!»

Y la luz se hizo sobre las caras de mala leche, las cabezas, despeinadas al quitarse los verdugos, de Almirez Poveda e Isidoro Perea, el oficial del juzgado, un hombre retacón y calvo, con un inmenso bigote, un antiguo policía, conocido como Tarugo, que es ahora la mano derecha del juez («mis ojos y mis piernas», suele decir don Dionisio, con cierto cachondeo); y sobre las caras estupefactas de los cuatro paladines de la justicia. Caras absurdas, con pinta de no entender nada. ¿Qué coño hacía Tarugo con Poveda?, ¿qué hacían estos dos en traje de campaña, robando el Cristo?

No lo estaban robando, sino tratando de proteger la imagen. Esa mañana se había recibido un chivatazo en la comandancia del puesto: una voz en falsete, que cantaba al teléfono, con la música de La Raspa: «Hoy se van a llevar, al Cristo de la ermita». Lo repetía una vez más y colgaba. Así estuvo casi una hora. Hasta que al sargento se le hincharon las pelotas. Convencido o aburrido, le contestó con la misma cantinela: «Pues allí voy a estar y los voy a cazar».

Consultó con el juez, y resolvieron subir al santuario y preparar una celada. «Llévate a Perea, que te eche una mano, y no se lo digas a nadie más», había ordenado su señoría. Se les había ocurrido una idea genial, un plan, a su parecer, perfecto: uno de ellos se encaramaría a la cruz, en el lugar del Salvador, que para eso lo habían descendido, y permanecería allí emboscado entre las sombras y la sorpresa, a la espera del profanador  sacrílego. La idea era que trepara Perea, más que nada por respeto a la edad de Poveda, no porque él gozara de buena forma física: estaba un poco pasado de kilos. Cuando el saqueador se acercase a la cruz para cometer el robo, se encontraría con un ser vivo que le saltaría encima. Inmediatamente, Almirez, que estaría escondido en la sacristía — un rincón detrás de una cortina donde se reviste el sacerdote —, vendría en su ayuda, armado y pertrechado de esposas. A la vista del incidente con Tosantos y compañía, decidieron que el plan mejoraría sensiblemente si Alfonso, que no es un atleta, pero está mucho más delgado y bastante más ágil, aun con el cuerpo quebrantado, era quien ocupaba el lugar en el Gólgota. De todos modos, aquel olor no había cristiano que lo soportara. Tenía que desnudarse, quitarse la ropa con urgencia, por su propia salud y el bienestar de los otros, darse un baño de inmediato o los intoxicaría a todos. Se metió vestido en el pilón. Se enjabonó de pies a cabeza y lavó la ropa. Estaba esperando desnudo, a que le trajeran algo que ponerse, cuando lo sorprendió la voz de la Negra: «Toma. La camisa es de Santos, pienso que no te vaya a apretar, pero calzones no tengo. Tendrás que arreglarte con este mantel». La Negra se acercó para ceñir la tela a la cintura del barbero, que estaba algo azorado. Se le escapó la risa: «Encantada de que tu soldadito me rinda honores —le habló al oído, mientras  dirigía la mirada allí dónde menos lo deseaba el peluquero—, cuando quieras le muestro mis aposentos».

Alfonso metió los brazos en la camisa, miró a la Negra, la cara guapa y burlona, el cuerpo sabroso: «Se agradece. Este soldado ha presentado armas por respeto a la belleza, pero su munición pertenece a otro regimiento y hace las guardias en otra garita».  Le pusieron una peluca despeinada de la Negra para taparle las entradas, que podrían brillar en la penumbra y delatarlo, y para mayor semejanza con las greñas caídas sobre la frente del crucificado. Puso muchos reparos; la situación le parecía demasiado irreverente, pero lograron convencerlo entre todos de que el fin, en este caso, sí justificaba los medios: así se evitarían males mayores. Maltrecho, dolido y resignado, ocupó a regañadientes el lugar de la imagen en la cruz.

Se repartieron por los rincones de la capilla, dispuestos a esperar lo que fuese menester. Pero las horas transcurrían y por allí no aparecía nadie. Poco a poco fueron claudicando,  quedándose dormidos,  en el convencimiento, a medida que pasaba el tiempo, de que les habían dado un soplo falso.  El primero en caer fue Tosantos, y gracias a sus ronquidos, los demás se mantuvieron despiertos durante algún tiempo. Pero ni siquiera sus bramidos de ciervo en berrea pudieron con el cansancio y el tedio de la espera. Solamente resistía el barbero, espoleado por el sentido del deber, la fe en la causa y lo incómodo de la postura. Hasta que un poco antes del amanecer cerró los ojos, para que la luz del alba no hiriera su retina, cansada de la vigilia. Fueron tan solo unos segundos. El estruendo de su cuerpo, golpeando como un fardo contra el catafalco de madera sobre el que se alza la cruz, los despertó a todos.

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