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PACO MORATA. MIENTRAS EL PAPA RONCA. CAPÍTULO X

Bajaron el Cristo a lomos del pollino. Entraron en Muro de Palos, camino del templo, a media mañana. Esta vez no se cortaron palmas ni ramos de olivo; tampoco hubo hosannas, voces de alabanza de la multitud enfervorizada, no gritaron las piedras porque la gente callara, ni fue triunfal la entrada en la ciudad. Pero era sábado, día de mercado, y tuvieron que atravesar la calle Boticas y cruzar la plaza entre los puestos. Por encima de las cabezas abigarradas de la multitud se veía avanzar, con trabajo y dando tumbos, la imagen desprendida, con los brazos abiertos. Y delante de ella, el barbero, tirando del ramal, hecho un nazareno: descalzo, las ropas sucias y arrugadas, el pelo revuelto, las heridas sangrando.

— Un pequeño accidente, nada de importancia — contestaba de mala gana Alfonso, a quienes le preguntaban «¿qué ha pasado, hombre?»

Lo aposentaron en la sacristía. Para más seguridad y por ver si el ladrón volvía al lugar del crimen; si utilizaba el mismo camino de la noche en que mató a don Carlos. Establecieron turnos de vigilancia. La primera imaginaria se la adjudicó Argimiro. Lo consideraba un deber moral. El barbero se quedó a acompañarle un rato,  a pesar de que tenía la nariz hinchada y le dolían todos los huesos por causa de los dos batacazos

— Los santos — pontificaba Alfonso — hay que respetarlos. Se merecen un respeto. Ellos están ahí, quietos en su peana, y no se meten con nadie. Quien quiere va y reza, quien quiere no va. Ellos no molestan. Cada uno que crea lo que quiera, siempre que haya un respeto y un buen convivir. Este Cristo, que se salvó en la guerra, no va a perderse ahora. Aquello de la guerra fue muy grande. Todo el pueblo juramentado para no decir nada, para no revelar su paradero. Hasta los más comunistas. Don Narciso lo dijo: «el Cristo no se rompe», y todos de acuerdo. Bernardo y la Loba, que encabezaban las milicias populares, no dijeron ni que sí ni que no, pero se hicieron los desentendidos. Y luego, cuando subieron los de Murcia, todo eran excusas y circunloquios: que si lo quemaron al principio, nada más ganar el Frente Popular las elecciones, que si los fascistas lo llevaron a la zona nacional, que si no sabían dónde estaba.

En un nicho que había en la ermita. Un habitáculo pequeño, casi una alacena, en un rincón que tapiaron y pusieron delante un armario muy pesado. Allí metieron al Cristo de las Tormentas y a la Virgen Niña, sin la urna, porque ya no cabía.

En estas estaban, cuando oyeron un soniquete que les resultaba familiar, un murmullo cantarín y repetido. Corrieron a esconderse. El sonsonete monótono que siempre acompaña al ruido de pies arrastrados de José Pepe, bajaba por la escalera del coro. Se dio un par de vueltas por las naves del templo, sin olvidar la genuflexión cada vez que pasaba ante el Santísimo. Bebió un sorbo de la pila de agua bendita. Se arrodilló ante un confesonario. Y a punto estuvo de descubrir a los dos amigos, pues pasó un rato largo de pie, parecía que rezando, ante la Dolorosa, bajo cuyo trono, rodeado de una bandera de España que llegaba hasta el suelo, se habían escondido. Después se dirigió al campanario. Estuvo enredando con las cuerdas de las campanas, aunque no llegó a tañerlas. Se acercó a la sacristía, pero no entró. Desde la puerta llamó llorando «¡don Carlos, don Carlos!» y se fue corriendo.

¡Qué imbécil soy!— exclamó Argimiro —. ¿Cómo no lo he pensado antes?

La antigua escuela unitaria de niños número cuatro, ahora cerrada y en desuso, adosada a las traseras de la iglesia, conserva una escalera que da acceso a un pequeño desván sobre el atrio y desde allí, por una trampilla, se pasa al coro. Un camino fácil y discreto al que se llega por una vía deshabitada y mal iluminada. Un callejón de huertos y corrales por donde nadie pasa. Argimiro iba a andar el camino que seguía José Pepe, cuando se dieron cuenta de la presencia de Paca, que acababa de entrar al templo. Alfonso se dirigió a la puerta. «Buenas tardes», «buenas tardes», al cruzarse. Argimiro, por su parte, esperaba en el confesonario. No habían hablado desde el día de autos.

—¿Cómo estás?

—Con el susto en el cuerpo todavía — dijo Paquita tras la rejilla —. Bernabé no hace más que preguntarme. No sabe lo que pasa, pero sabe que hay algo. ¿Y tú?

—Preocupado. Hasta que no den con el que ha sido no voy a estar tranquilo. Y con el cuerpo desorientado.

—¿Desorientado?

—A lo mejor no es esa la palabra. Quiero decir que le ofrecí un banquete y le di una aceituna. Se quedó con hambre.

— Anda, calla, que se me hace tarde. Me he escapado un momento. A decirte que mañana me voy.

—¿Qué te vas?, ¿adónde?

—A Los Baños. Sola. El cabo no puede venir. Se queda. Dice que me encuentra muy nerviosa, que me vaya unos días  y descanse. Así que ya nos veremos cuando vuelva.

—¿A los baños?, ¿a qué casa?

—La Pajarilla, ¿por qué?

—Por nada, por saberlo. La Pajarilla está muy bien. Conozco a Rita.

—Tengo que irme. Me estoy poniendo muy nerviosa.

 

Paquita se había marchado un poco apresurada, dejando el cuerpo del sacristán aún más desorientado. También su cabeza estaba desorientada. Había pasado más de una semana y todo parecía haber regresado a la descorazonadora tranquilidad.

Tenía un poco abandonada la iglesia. Así que se quedó hasta muy tarde organizando los ornamentos, limpiando un poco, poniendo orden. Le dieron las tantas. En una de sus idas y venidas sorprendió en un espejo su imagen y se paró a contemplarse.    Cercano a los cuarenta, se mantiene delgado, aunque no logra detener la expansión de una barriga que le trae mártir. Ahora tiene partido el labio de arriba, gracias a Zurriago,  una herida dolorosa  que se abre cada vez que se ríe, aunque la verdad es que últimamente ríe poco.        Como hace siempre que está ante un espejo, se atusa el pelo con la mano, instintivamente. Desde que recuerda le ha preocupado quedarse calvo. Su padre no tenía ni un pelo y él sabe que esto se hereda. Se examina mucho, con exceso se podría decir. Agacha la cabeza, arruga la frente y levanta los ojos todo lo que puede dentro de las cuencas, hasta casi meterlos bajo las cejas, hasta que le duelen, intentando, en vano, verse la parte superior del cráneo. Descubre, o cree descubrir nuevos avances del desierto. Siente entonces un ligero temblor de piernas, una mínima angustia, una náusea fugaz en la boca del estómago, y un poco de pena. «Te estás quedando calvo, Larrasa», se dice para sus adentros, mientras se pasa una mano automática por los cabellos, como si quisiera reorganizar las fuerzas, redistribuirlos y cubrir las zonas más peladas. Continúa mirándose al espejo. Es la segunda parte del rito. Cierra los ojos y rememora su sueño a nadie confesado, el pensamiento que le acompaña desde que en la adolescencia se aficionara a las películas que llamaban policíacas, a los duros del cine, y se ve a sí mismo como uno de ellos. Siempre es igual. Está sentado, solo, acodado en la barra de un bar, frente a un whisky doble, bebiendo en silencio, mientras contempla los efectos del paso del tiempo en su rostro. Se ve maduro — cada vez más, ¡qué remedio! — pero atractivo. Una hermosa mujer, que él sabe que debería llevar gafas, pero se las ha quitado para ofrecer la plenitud de su belleza, entra en el bar y, sin ninguna vacilación, sin tener que echar una mirada, siquiera para localizarle, se dirige hacia donde él se encuentra. Se sienta a su lado, y al hacerlo muestra unos hermosos muslos que llenan la pantalla. No saluda, no pregunta, solo dice «sabía que te encontraría aquí» y pide al barman «lo mismo».

Ahora él ya no es un hombre duro. En un momento ha pasado a ser un don Juan romántico y sensible que saca del bolsillo un papel cuidadosamente doblado. Ha escrito unos versos que encenderán en ella el fuego de una pasión irresistible. Ha preparado su garganta, su voz más profunda y varonil. Se los va a recitar al oído; pero, ¡ay desgracia!, no consigue leerlos. Argimiro abre entonces los ojos. «Siempre las mismas simplezas, Larrasa — se reprocha —. Nunca vas a dejar de ser un niño». Y abandona el sueño. Se aparta del espejo y sigue con lo que estuviera haciendo.

Pero esta vez no pudo completar el trance onírico. Lo interrumpió el ruido de un cuerpo descolgándose desde la trampilla del coro. Corrió a esconderse, aunque imaginaba que sería José Pepe.  Se equivocaba. Tapado bajo el manto de San Roque, en el rincón más oscuro del templo, pudo ver al hombre de las patillas largas ir directamente hacia el cuarto de los trastos. Abrió la puerta con decisión, como si esperase sorprender a alguien dentro. La volvió a cerrar enseguida, contrariado, y bajó a la nave. Se paseó escudriñando en todos los rincones. Intentó entrar en la sacristía, pero al salir, Argimiro había tirado de la puerta y el resbalón se había encajado. Dio un puñetazo, maldijo y se fue por donde había venido.

— Este cabrón tenía que ser. ¡Chulo de mierda! Abrió la sacristía. Sacó un papelito del bolsillo. Marcó  los seis números en el disco del teléfono que colgaba en la pared. «¡Buenas noches! ¿Puedo hablar con el señor Juez?»

 

El juez ya sabe todo lo que Argimiro le cuenta. Ha estado recopilando información sobre Sotero. Le llamó la atención su familiaridad con el cabo Cienfuegos. El hecho de que fuera la única persona a la que el civil permitió permanecer a su lado, conversando, mientras esperaba con Argimiro detenido a la puerta de la iglesia. Aprovechando que la Tata Adela, que le hace la limpieza del despacho dos días por semana, limpia también la casa del gimnasta, envió una mañana a Perea, su oficial de confianza en el juzgado, con la excusa de darle un recado doméstico y el encargo de fisgar lo que  pudiera, que en eso es especialista. No en vano había empezado su carrera en Madrid en los años setenta, especializado en combatir el movimiento estudiantil. Contraguerrilla urbana, lo llamaba él, siempre proclive a darse postín. Había empezado como dominguillo, porque no había otro más a mano.

— Perea, tú que eres joven y nadie te conoce, acércate por las facultades, a ver si localizas a los cabecillas de la huelga, le ordenó su jefe, el comisario de Moncha. Él, obediente y bien dispuesto, fue y localizó a los cabecillas. Vio también que la Ciudad Universitaria estaba llena de muchachas. Se le abrieron los ojos. Aquella misión sí que le gustaba. Se dejó crecer el pelo y la barba, se compró una zamarra y unas botas militares en el Rastro y se especializó en labores de información. Se ofrecía voluntario. Pasaba en el campus todas las horas que podía. Principalmente en los bares de Letras y Políticas, que era donde estaban las tías más buenas, según su propia catalogación. Se infiltraba en las asambleas de estudiantes, observaba, sacaba fotos con una cámara alemana camuflada en un bolso de cuero que siempre le colgaba en bandolera sobre el pecho, el objetivo oculto tras una chapa con la imagen del Che que al desplazarse a un lado disparaba. A veces incluso intervenía con soflamas de corte anarquista. Tenía mucha cara.

 

La visita dio más frutos de los esperados, pues Perea, que pidió a la Tata que le dejase entrar, para resguardarse del calor, encontró numerosas fotografías de Sotero ejecutando números de circo. Mientras la muchacha se acercaba a la cocina a traerle un vaso de agua, el funcionario cogió uno de aquellos portarretratos y salió discretamente antes de que volviera. Ese fue el hilo del que empezó a tirar Dionisio: llamadas a juzgados, a gobiernos civiles, oficinas del DNI, casas de España en ciudades de Europa, embajadas, delegaciones culturales… buscando conexiones. Abundaban los datos. Resultó que era muy popular entre la comunidad española en Suiza. Recibió fotocopias de recortes de periódico en las que aparecía. Sin embargo, fue en la embajada en Viena donde apareció el dato más interesante para el juez. Había un expediente con algunas facturas por gastos de hospitalización de Sotero Zahinos Solares, ciudadano español empleado en el Europa Circus, recortes de periódicos que daban la noticia del intento de suicidio, algunas fotografías y una nota mecanografiada.

En la noche de ayer, algo antes de las doce, se recibió en la centralita de esta Embajada una llamada de la Gendarmería. Un hombre joven, presumiblemente ciudadano español, había sido encontrado sangrando abundantemente por una herida en el pecho, un corte profundo, de unos treinta centímetros de largo, aparentemente causado por él mismo, con un cuchillo que se encontró a su lado, una incisión que había estado a punto de alcanzar el corazón. Había sido enviado urgentemente al Hospital General. Solicitaban el envío de un funcionario que llevase a cabo algunos trámites relativos a la atención médica y al mismo tiempo actuase de intérprete. Personado en el Hospital, pude comprobar que el susodicho se encontraba acompañado por una joven compatriota que pudo identificarse mediante exhibición de pasaporte en vigor como Francisca Pinilla Solares, asimismo muestra pasaporte en vigor del que la muchacha llama «mi primo»…

En efecto, Sotero es primo de Paquita, por parte de  madre. Siempre se ha sentido un poco responsable de ella. Sobre todo desde que murió la madre, puesto que del padre nunca se supo. Él la convenció para que se fuera a Ginebra. Él le consiguió trabajo en casa de un ingeniero español y después la llevó con él al circo, le llenó la cabeza de pájaros, con promesas de contratos millonarios y éxito fácil por las cortes de Europa.

Paquita empezó realizando tareas de limpieza. Más  tarde se convirtió en madame Ponayotova en las horas de la tarde previas a la representación. En una carpa ambientada a base de cretona, mesa camilla y gato negro,  leía el tarot y la baraja española y aplicaba sus supuestas artes quirománticas, revestida de un capisallo de ocal ornado de lentejuelas.  Después salía a la pista acompañando a Sotero en su número, exhibiéndose un poco para rebajar la carga dramática del espectáculo. El joven tenía aspecto moruno, aunque era hijo de un campesino zamorano, y se hacía pasar por faquir de la India. Sentado en la postura del loto, en medio de la pista, lanzaba cuchillos, con los ojos vendados, contra los globos que una jauría de perritas pequinesas sostenían en sus bocas mientras trazaban círculos alrededor del hombre. Nunca fallaba. Había desarrollado la puntería en su infancia, ensartando ratas en la oscuridad de las ruinas de una antigua ermita en medio de la dehesa, donde su familia se había instalado. Se orientaba por el ruido apenas existente de sus pisadas, por la leve agitación de sus respiraciones. Después dibujaba con puñales el perfil de una joven amarrada a una ruleta de la fortuna que giraba sin cesar. Se dejaba guiar por el crepitar de los engranajes e iba subiendo el valor de los impactos hasta el lanzamiento último. Se detenía un momento. Daba una vuelta sobre sí mismo, a ciegas, saludaba al público. Cogía aire y lanzaba el puñal en busca del gran premio. La daga se clavaba con gran fuerza en el centro de una pequeña diana, a dos centímetros del pubis de la mujer, cortaba la cuerda que la sostenía y la dejaba libre.

Acabado el número, simulaba una especie de trance y trepaba, descalzo y semidesnudo, por una escala de alfanjes; envueltas sus vergüenzas en un pequeño lienzo azafranado que quizá rememoraba los colores del Tíbet. Plantaba las pisadas sobre el filo de las espadas, ascendía a la cúpula de la carpa, más arriba de los trapecios y allí, sin trampa ni cartón, hacía el pino sobre una daga desnuda, cuya punta apoyada entre ceja y ceja, era su único sostén.

— Lo nunca visto, señores. Vean cómo el artista pone en peligro su vida — había aprendido a gritar Paquita en las lenguas más extrañas. Mientras, sonriendo, se despojaba del leve tul que a modo de capa la cubría, para que su anatomía de diosa envuelta en mallas distrajera la tensión de las gentes que esperaban angustiadas el descenso del titiritero.

Más adelante, la muchacha empezaría a aderezar su presencia con una especie de danza. Un movimiento inconcreto al principio, haciendo un poco lo que al cuerpo le venía en gana; acabó siendo un fandango en toda regla, que más tarde  acompañó cantando una letrilla: un novio pidió a su novia agua por una gatera, lo que no puedo decir lo que el novio le dio a ella, porque yo no estaba allí. Poco a poco, su número fue creciendo, hasta que acabó independizándose del faquir para convertirse en una actuación destacada con la que el circo daba fin a su espectáculo. De Madame Ponayotova pasó a Carmen Canela, con su nombre escrito en letra legible al pie del cartel.

Aunque nunca habla de ello, aún recuerda con emoción su participación como cantaora, con un contrato personal, sin el circo,  en una gira por los países de Centroeuropa y el Este, organizada por la Obra Social de Educación y Descanso, para «llevar el folclore de España a los hijos de la Patria, dolorosamente alejados de su seno». Su debut en Bruselas, donde tuvo que hacer dos bises de Tatuaje ahogada por el llanto. Su actuación en Moscú para los Niños de la Guerra, ya mayorcitos, los pobres; añorantes de un país que solo existía en sus  recuerdos debilitados por la distancia y el tiempo. Se le hace un nudo en la garganta al evocar el clamor de las voces desafinadas coreando «y oyendo esta música allá en tierra extraña eran nuestros suspiros, suspiros de España». 

Un día de verano, el Papa recibió a todo el elenco en los jardines de Castelgandolfo y, un poco más allá, en un rincón de pinos, estatuas y espliego, ella le cantó, casi al oído, la Salve Rociera. Su Santidad le regaló un rosario de nácar que aún conserva, una bendición y un beso en la frente.

Era feliz, parecía que enseguida iba a llegar la consagración definitiva como artista. Pero entonces se rompió el equilibrio. Se vio envuelta en un torbellino de angustias que no la dejaba vivir, hasta llegar a un punto sin retorno, que la hizo abandonar aquella vida.

Sotero empezó a demandarle algo que ella no le quería dar. Se transformó en un depresivo violento; una víctima de toda clase de celos, un acosador que le amargaba la vida, la trataba como si tuviese algún derecho sobre ella, le montaba el número  por una mirada, una sonrisa, cualquier palabra amable cruzada con un hombre, amigo o desconocido. Hasta que una noche en Viena, después que terminó su actuación,  mientras Paca cantaba «amor me pedía como un pordiosero y yo le clavaba, sin ver que sufría, cuchillos de acero», con los ojos arrasados de lágrimas por la última discusión, él se  abrió el pecho en la soledad del remolque, con la daga afilada que usaba en la pista.

No murió porque un espectador que meaba la cerveza entre los carromatos, oyó sus lamentos y avisó a los porteros. Paca estuvo junto a él en los primeros momentos. Intentó olvidar el miedo para no tener que abandonarlo. No le parecía decente dejarle solo en una situación tan delicada. Pero cuando vio que su vida no corría peligro, que empezaba a encontrarse bien, unos días antes de que saliera del hospital, recogió sus cosas y fue a pedir asilo a la embajada.

Sotero salvó la vida, pero se quedó sin empleo. Nadie se fiaba de él. Nadie se atrevía a compartir su número en la pista. La chica que posaba sobre la tabla giratoria, para que él perfilara su silueta prefirió el trapecio, el triple salto mortal sin red, que le parecía mucho menos peligroso.

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