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LOS DOMINGOS, PACO MORATA

Los domingos eran días de muda limpia y colonia goteando del tupé sobre la frente, de misa de doce y chambi, de garbanzos torraos y cine, de procesión y banda, de mercado de ganado, de rebaños ocupando las calles, y descanso.

Hasta que llegó a Moratalla la semana inglesa, los domingos eran el único día de descanso.  Mi padre, que padecía de los riñones y acababa la semana ‘baldao’, aprovechaba para quedarse en la cama fumando y leyendo una del oeste hasta la hora de comer. Siempre llevaba pegado sobre las lumbares un parche Sor Virginia, su único lenitivo. Olía a serrín y carraspeaba con frecuencia. Mi madre le llevaba un vaso de malta con leche condensada y unas gotas de coñá para que se aclarase la garganta.

A media mañana, mamá me lavaba de pies a cabeza y me ponía la muda limpia y la ropa de los domingos, la que me amigo Gari llamaba la mortaja. Eso decía Ángeles, su madre, la mujer de Juan Miguel el taxista: “Nene, ten muncho cuidao, que llevas la mortaja puesta”. “¿Y eso por qué, mama?”. “Porque si te la encochinas, te mato y te enterramos con ella ”.

En las Casas  Baratas teníamos cuarto de baño con media tina, pero mi madre seguía metiendo en el aseo la silla baja, el barreño, el estropajo y la pastilla de jabón de olor Maderas de Oriente,de Myrurgia.Meponía de pie dentro del recipiente de cinc yen un pispás me dejaba como el jaspe.

Después salíamos derechicos a misa de doce. Los días que estrenábamos ropa buscábamos a Fernando el retratista, que solía acercarse hasta la plaza de la iglesia, y nos retratábamos.

Si había suerte y tocaba don Tomás, terminaba (s’espachaba)a escape, o sea, pronto.Don Tomás no se entretenía en sermones y decía sus latinajos a la velocidad del rayo, igual que decía que había de tomarse en café: cargado, caliente y corriendo. Así que en diez minutos llegaba al iteo podéis ir en paz (después del Vaticano II).  También preferíamos a don Tomás para confesarnos: apenas prestaba atención a los pecados y sus penitencias eran leves, casi siempre un Padrenuestro y una jaculatoria que repetía a menudo: Jesús, José y María, os doy mi corazón y el alma mía. Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía. Jesús, José y María, en ustedes descanse en paz el alma mía”.

Cumplida la cristiana obligación de asistir a misa al menos los domingos y fiestas de guardar, quedaba margen para una vuelta a la Glorieta, un chambi, en la temporada, y a la una en casa. Se comía a la una en aquellos días. Era lo normal. La fábrica paraba de una a tres.

Los domingos tocaba olla, que a mi madre le salía muy buena, decía mi padre. No tan buena como a mi abuela Ana María, la madre de mi padre, pero mejor que a mi abuela Ana María, la madre de mi madre, y mucho mejor que a mi tía Ana María, la hermana de mi madre o mi tía Ana María, la hermana de mi padre.  De postre, naranjas, que casi siempre había en casa, porque cuando bajábamos a Mula nos llenaban la capaza mis chachos y mis chachas, que tenían tahúllas de naranjos y limoneros, o, cuando era tiempo, melón de año o melón de agua, sandía. Plátanos,  no. Las piñas de plátanos ennegrecían intactas a la puerta de los ultramarinos, por encima de la cuba de sardinas, esperando que alguien cayese enfermo, que alguien robase alguno en un descuido del tendero, o que, llegados al punto máximo de negra madurez, el comerciante los ofreciese a precio de saldo.

En partirla sandía tenía mi padre una habilidad especial: sacaba por un lado las rajas en forma de barco fenicio y dejaba el corazón enhiesto en el centro del plato, en una sola pieza que luego repartía de forma equitativa. Tanto si era de año como si era de agua la pieza a consumir, la pregunta de Pepe era siempre la misma:“¿Acuántas tocamos?”Y esas comíamos, las que nos tocasen. Nunca sobraba. “La filosofía del pobre: reventar antes que sobre”.

Las tardes del domingo estaban dedicadas al Carrusel deportivo de la Sociedad Española de Radiodifusión, la SER.Morata padre ponía la radio a todo volumen, para que la calle enterapudiese escuchar el pipipí de la palabra gol en morse,  las voces de Langarita, Triave, Belda…, dando noticia de los goles del pequeño Re en Altabix y de Puskas en Chamartín o Kubala en les Corts, o siguiese las conexiones con los Cármenes, la Creu Alta, el Sardinero, Sarriá…, aunque la verdadera emoción nos venía siempre de la portería de San Mamés, la que defendieron con gran acierto Blasco, Lezama, Carmelo y más tarde el Chopo Iribar. Pronto acudían algunos vecinos, hinchas del Athletic Club, que por aquel entonces no era más que elBilbao, a seguir la narración apresurada de Antonio de Rojo. Por cierto, aquel grupo de hinchas de los Leones estaba suscrito a la Gaceta del Norte, que llegaba a casa con una semana de retraso.

Terminada la jornada, Morata padre me daba una rubia y me decía: “A ver si me traes dos”.Siemprelo mismo.Pero yo siempre la invertía en el quiosco de la Paca, que estaba arriba, en una casa que había en lo que ahora es la placeta de la Farola.

─ ¿Qué vas a querer, nene?

─ Un sobre sorpresa azul (el rosa era de nenas).

─ Toma, bonico, que este es de los buenos.

No sé si sería favoritismo o casualidad, pero la sorpresa nunca defraudaba.

Pepe, al contrario, prefería invertir su capital en el capazo del Fafuño(hay fosfones, forraos, fabas), un hombre que vivía de milagro y de la venta de torraos, tostones y habas que llevaba en un capazo.

De milagro, porque en la guerra civil recibió un disparo que le entró por un ojo y le salió por un carrillo, llevándose media lengua. De ahí le venía el apodo de Fafuño (había variantes: Farfullo, Farfuño…), pues así pronunciaba la palabra capullo, que repetía cuando se enfadaba, que era siempre.

Acabaría teniendo un quiosco en los bajos de la Farola, pero en aquellos días se instalaba  en la Esquina Ladrillo o a la puerta del cine y despachaba su mercancía en unos cucuruchos (cartuchos les decíamos) perfectos de forma y tamaño que él mismo hacía con hojas de periódico.

Al cine íbamos siempre que había una de espadas, una de romanos, una de vaqueros o una policíaca. Entrábamos sin problemassi la “calificación moral” era1 (todos los públicos), 2 (jóvenes), o 3 (mayores). Si era 3R (mayores, con reparos) también nos dejaban entrar. Había que insistir, pero se pasaba… siempre que no estuviese en la sala don Juan Jiménez, “el Jiménez”, por mal nombre Pata-palo (gracias, Marcial García), una especie de censor encargado de hacer cumplir la moralidad. Por encima de 3R estaban las calificadas como 4 (escandalosas), esas no las veía ni el Papa.

Al cine solía ir con mi hermano Pepe. Nos daban dinero para las dos entradas, pero él solo sacaba una. Entregaba su boleto al portero, me echaba el brazo por el hombro y decía, con el poder de persuasión que siempre le acompaña: “Es mi hermano”.Aquellas palabras tenían un efecto mágico. Pasábamos los dos con una entrada. El dinero sobrante lo guardaba para sus cosas. Por ejemplo, para una bici que le compró a Juan Miguel, el hijo de la sacristana del Convento, por diez duros, y duró menos que un perro en misa. A los pocos días el cuadro se partió en dos.

Con eltheend de la peli llegaba el final del domingo, a falta de un último trámite, llegar a casa sin coger anginas. Para eso salíamos con la mano tapando la boca (tápate, nene, que no te resfríes) y sin hablar. Toda una metáfora de los tiempos que corrían.

 

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