Acudían al mercado que se organizaba en las calles y los patios del pueblo alrededor de la trata de ganado. Veníande las pedanías y cortijadas que rodean Moratalla, de lo que conocíamos como los campos y las cañás. Viajaban por los medios másdiversos. Algunos madrugaban para coger el destartalado correo que cubría la ruta desde Nerpio. Llegaban oliendo a vómito, mareados por la falta de costumbre y por los interminables kilómetrosde curvas y contra curvas de aquella carretera de tierra y baches.Otros cabalgaban a horcajadas, detrás del serón o las agüeras, en las ancas de mulas o pollinos, aquellos burros cordobeses que tan buen porte tenían, siguiendo la “verea” que desde Bejar acortaba kilómetros de carretera, atajando las curvas en línea recta.
Los más desafortunados lo hacían andando, siguiendo el curso de los ríos, desde Béjar, la Dehesica, el Bancal de la Carrasca, La Pava, Benámor, La Canaleja; o por la carretera de Socovos, desde el Lentiscar, Las Murtas, el Chopillo, el Cobo….
Formaban grupos heterogéneos de gente de la misma familia o del mismo cortijo. Las mujeres vestidas de oscuro – como si siempre hubiese motivos para el luto – con alpargates negros, el pelo recogido en un moño perfecto, un pañuelo cubriendo la cabeza y grandes paraguassiempre abiertos,lo mismo en verano que en invierno. Tanto servían para protegerse del solcomopara guarecerse de la lluviao las goteras que dejaban filtrarseel agua dentro del coche de línea. Los hombres vestían pantalones y chaquetas de pana raída, camisas de lienzo blanco abotonadas hasta el cuello, alpargates de suela de cáñamo, esparteñas o las rústicas abarcas de salir al monte y cubrían la cabeza con sombreros de paja, chambergos, mascotas o boinas capadas.
Venían a vender. Traían las bestias cargadas de lo que la tierra daba en cada estación. Una parte para el señorito, el amo de las tierras, otra parte para el mercado. De la venta se encargaban las mujeres. Se instalaban en la Esquina Ladrillo y en el Patio las Ollas, disponían la mercancía en el suelo, en torno de ellas: conejos, gallinas pollosy pavos vivos, atados de dos en dos por las patas, para que nopudieran escapar, almendras, nueces, patatas, cebollas, garbanzos, tomates, ajos y huevos en cestos de mimbre,entre capas de paja. Luego, en casa, losmetíamos en un pozal de agua para separar los hueros, los que flotaban, viejos y llenos de aire, de los frescos y buenos, que se iban al fondo, con la duda, casi siempre resuelta a favor del indulto, de los que se quedaban a medio camino. Aquellos había que echarlos en un plato y olerlos antes de dejarlos caer en la sartén.
Por entonces el de Moratalla era el mercado principal de ganado de la comarca. Las calles se llenaban de ovejas, cabras, mulas, burros, cerdos y alguna de aquellas vacas rojas, con los cuernos cortados, que tiraban de arados y carros.Los hombres formaban corrillos alrededor de los tratantes, que vestían, como si de un uniforme se tratara, la chambra, una especie de blusón desahogado, cerrado al cuello por un par de botones. Hablaban a voces, contaban en reales, formaban un guirigay de regateo ininteligible que se cortaba de repente, como sin venir a cuento, con un apretón de manos que cerraba el trato.
También compraban: ganado, retales, telas, semillas, abarcas,guanos y las provisiones que la tierra no daba.Los comercios no cerraban a mediodía, para que pudieran hacer sus compras tranquilamente, una vez levantado el mercado.
Los veíamos como gente callada y desconfiada. No trataban con nadie. Los llamábamos campusinos con cierto desprecio. Los teníamos por tontos.Eran hombres y mujeres de hierro que hacían los trabajos más duros: segaban al sol en verano, salían al monte en invierno, a talar y ajorrar, pisando la nieve casi descalzos, recogían piñas y leña y estaban al servicio del amo, de aquellos señoritos capaces de mandar a las mozas a lomos de mula a sus casas del Campo, mientras ellos subían con el coche vacío. Medio esclavos que empezaron a encontrar consuelo en el dinero que traían de la vendimia en Francia, que no tenían más remedio que arrimarse a los ricos,los únicos que podían darles algo. De los pobres – dice mi buen amigo Pedro Felipe – no podían llevarse “namás que alguna pulga.” Y de tontos, nada. De tontos no tenían, ni tienen, un pelo. Supieron salir adelante, buscarse la vida en medio de tantas dificultades.Son amables, trabajadores, honrados, desconfiados, cotillas. Preguntan y preguntan, pero ellos no contestan en claro a nada. No te dan su confianza hasta que no te han sacado la filiación completa y… ¡ojo con pasarse de la raya!, matarían por un palmo de tierra. El mojón que señala la linde es su piedra sagrada, un modesto menhir que defiende la propiedad privada.
Nos llaman capitalinos y también nos tomanpor tontos. Ya se sabe: cada uno es un sabio en su casa y un lerdo en casa ajena.
Con el tiempo, el mercado de ganado fue perdiendo importancia en Moratalla, hasta perderse del todo en favor de Caravaca. Y con el ganado se fueron los campusinos, que ya apenas nos visitan. No hay trasiego de gente por el río, ni viajes a lomos de pollinos o mulas, ni baja el correo. Ahora tienen coches para moverse libremente y les tira más Caravaca: hay más y mejores comercios,la carreteraes menos peligrosa y dicen, incluso, que hace menos calor.
Va a resultar difícil recuperarlos.