(A los/las que por esa época cumplimos quince años)
En aquella España de finales de los sesenta, lejos ya los años de penuria posteriores a la Guerra Civil, el dieciocho de julio era un día especial, tal vez la fiesta de más relumbrón entre las que no tenían vinculación religiosa, que eran bien pocas, pues hasta el primero de mayo había visto cómo se ocultaba su coraza de lucha de clase bajo la túnica de San José Obrero.
Era el día en que se abonaba la paga extra, que se llamaba precisamente así, paga del dieciocho de julio, y era también un día de fiesta que fácilmente se adosaba al fin de semana anterior o posterior para construir un largo puente muy apetecible en mitad de verano.
Los acalorados habitantes de las ciudades salían en desbandada hacia las playas más o menos cercanas, lo que se traducía en una caravana de achacosos automóviles, cargados hasta lo inimaginable de ajuares a su vez impensables. Junto al “suntuoso” 1500 avanzaban (es un decir) por las atestadas carreteras, estrechas y sinuosas, acezantes unidades de Seat 600, Gordini y R 10.
También en Moratalla era un día especial. El trigo, la cebada y la avena se habían segado y trillado y sus granos descansaban en las trojes de las cámaras; no quedaban albaricoques ni melocotones por recoger; había terminado el Santocristo; faltaban algunas semanas para las fiestas del barrio Santana y algunas más para que empezase a marcharse la gente a la vendimia.
Era el día de ir a comerse un arroz con conejo a La Puerta, antes de que hicieran el camping, junto al río que disfrutábamos en exclusiva. Un día de baños y de quemarse la espalda con el sol.
Desde antes del amanecer, incluso desde la tarde anterior, se ponía en camino una gran parte de la población: grupos familiares, de amigos, de jóvenes y mayores emprendían la marcha hacia el Alárabe, en una diversidad incatalogable de medios de transporte: camionetas, motocarros, pivas, motos, bicicletas, mulos, burros… y, para quienes no disponíamos de ninguno de ellos, siempre pasaba el coche de San Fernando, aquel que te lleva un ratico a pie y otro andando.
Capazas repletas de pan, tocino, morcillas, salchichas, tomates, pepinos, olivas, unas cajas de botellines, algunos litros del Tío de la bota, la Casera que no falte, el melón de año, el melón de agua y el avío necesario para guisar un arroz con conejo o con pollo, según gustos y medios.
Las orillas del río se poblaban de mantas atadas de las cuatro puntas a los troncos de los pinos para formar un sombrajo que completase la escasa protección de los árboles; las pequeñas pozas donde el agua se remansa junto a la orilla se usaban como frigoríficos naturales para enfriar las bebidas y la fruta; enseguida se encendían fuegos bajos entre tres grandes pedruscos que habrían de servir de apoyo a la sartén, el aire se llenaba del aroma de la resina quemada, el chisporroteo del sofrito de ajos, pimientos y tomates, el olor de la carne.
Como buena sociedad machista que éramos (y pienso que en eso no hemos cambiado mucho), los hombres y los niños se divertían capuzándose en los pozos de agua cristalina, mientras las mujeres se ocupaban de tener la comida lista para la hora de comer que, en la época, era la una.
Mientras se hacía el sofrito a manso fuego, se cortaba en pedazos la carne del animal, conejo, pollo o ambos, que probablemente había viajado vivo para ser sacrificado aquí con un golpe seco detrás de las oreja, en el caso del gazapo, o un estiramiento del cuello si de gallo se trataba. Cuando todo estaba listo para añadir los correspondientes puñados de Triptolemos (dos por persona y dos más por si acaso. Nena echa más que esta gente es muy comiente), la mujer con más autoridad del grupo advertía a voz en grito: “Venga, ir saliéndose del agua que voy a echar el arroz”, lo que significaba unos veinte minutos de prórroga. Surgían, como por arte de magia, ensaladas de tomate, pepino y olivas para entretener el hambre hasta que se colocase la sartén en medio del corro (¿le has echado limón?) y alguien dijese: “Venga, que se pasa. Cucharada y paso atrás”.
Después de la comida vendría una larga siesta (no olvidemos que era preceptivo dejar pasar al menos dos, si no tres, horas para hacer la digestión antes del siguiente baño.
El peor rato del día, aguantando el peso del sol que caía a plomo, superada la débil defensa de los pinos, tratando de dormir entre sudores, sufriendo la amenaza de los tábanos, que a esa hora se volvían odiosos. Era el precio que había que pagar. Nada bueno de esta vida es gratis.
Para los adolescentes era un día doblemente especial. Con un poco de suerte verías en bañador a aquella muchacha que tanto te gustaba, podrías incluso ofrecerle tu mano para ayudarla a cruzar por unas piedras, hasta que la madre, que nunca descuidaba la vigilancia la llamara: “Nena, ayúdame a fregar la sartén”.
A la caída de la tarde, un último capuzón en la tristeza por el fin del día (El capuzón de San Blas, que se me quede el pelo patrás. El capuzón de la rana, pa que no mentren culebrillas ni tercianas. El capuzón de Cristo, que me visto); el camino de vuelta: el regreso fatigado de un ejército victorioso en la conquista de vivencias que, aún hoy, perduran en la esfera más feliz de los recuerdos.
Alcázar de San Juan, 18 de julio de 2019, Paco Morata
Fiel reflejo de aquella realidad. Me ha transportado a esas vivencias juveniles. Gracias y enhorabuena.