Si hay una canción que pueda considerarse merecedora del título de banda sonora de mi generación —me refiero a la generación de moratalleros y moratallerasque tenemos ahora de sesenta a setenta y cinco años—, esa es, sin duda, la que conocíamos como “EL TABURÉ”.
Nunca la escuché en ningún otro lugar, nadie la conoce si no ha vivido en Moratalla, no está en YOUTUBE ni en SPOTIFY, ningún viejo pinchadiscos la tiene en su colección. Parece que sus autores tuvieron poco éxito, por no decir ninguno. Y eso que, según he sabido ahora, su intención era que este ritmo acabara con el twist, entonces tan de moda. Sin embargo, entre nosotros gozó de popularidad absoluta. Nadie en el pueblo habría podido decir, salvo que mintiese, que no la conocía. ¿Y eso, por qué?, se preguntaría cualquier extraño. Simplemente porque nosotros la escuchábamos todos y cada uno de los largos días de vacaciones estivales; todas y cada una de las noches en que abría sus puertas el cine de verano.
Antes de la película, bien pisaras la zahorra recién regada entre las sillas de tijera, bien caminaras por el pasillo de tierra aplastada que llevaba directo a los poyos de cemento del gallinero; por encima del crujir de los pasos, del chasquido de las pipas, de las voces (nena, asiéntate aquí que te he guardao un lao); del olor a Varón Dandy, a champú Sunsilk o jabón LUX nueve de cada diez estrellas…; sobre el humo de los Celtas cortos o el Bisonte; por encima, incluso, del olor de aquellos urinarios sin ventilación… estaba la alegría repetida y machacona del trepidantetaburé-taburé-taburé.
Sonaba de nuevo, infatigable, en el descanso (mientras Pedro —el Pedro de la Juanica de los Panchos— cambiaba el rollo de la primera parte de la película por el de la segunda) y, otra vez, como despedida, cuando ya refrescaba y salíamos con las rebecas puestas, los ojos llorosos, si el final había sido emotivo, entusiasmados por lo bien que se había portado el muchacho, tan listo y tan valiente, un poco excitados por el largo beso final, que siempre era recibido con rechifla, o decepcionados (no vale, esta película no vale, que al final muere el artista).
Pasaron los años montados en las notas de aquel taburé, pasó nuestra juventud arrastrada por el deseo de conocer otros mundos, desapareció el cine de verano, víctima de la televisión y el VHS, y con él se llevóel taburé.
Al principio, no le dimos importancia(todo pasa y todo queda, sic transit gloria mundi, nadie se baña dos veces en las mismas aguas, etc.), hasta que llegó la edad de la nostalgia, la recherche du tempsperdu, los recuerdos cada vez más difuminados, el deseo de recuperar parte de nuestro pasado. Había fotos, libros, cuadernos, diarios, edificios y calles que no han cambiado… pero ¿dónde estaba el taburé? Nadie lo sabía. Buscábamos y buscábamos, muchos y muchas de nosotros, cada uno por su lado, por sus medios, en su ámbito… pero el taburé parecía no haber existido nunca.
Han sido años de búsqueda infructuosa, de palos de ciego, de desaliento hasta que ¡zas! Un golpe de suerte, un encuentro casual y… ¡señoras y señores, con todos ustedes…! ¡LLEGÓ EL TAMOURÉ!! NUEVO RITMO DE TAHITÍ. Me lo crucé en una página de segunda mano, en internet. Tenía que ser. ¿Tamouré?, ¿taburé? Nunca lo vimos escrito. No podía ser otro. Lo pedí. Ha tardado diez eternos días en llegar.
Por fin esta mañana me lo ha traído correos. He tenido que montar la vieja cadena de música que estaba olvidada en un armario. Lo he puesto con manos temblorosas. Hay cuatro canciones en el pequeño vinilo. La primera, no. La segunda, tampoco. Pero la tercera…, ya se sabe: a la tercera va la vencida. Taburé, taburé, taburé o, para ser exactos, tamouré, tamouré, tamourées el baile de Tahití, tamouré, tamouré, tamouré es lo que me gusta a mí” y con él un huracán de recuerdos de aquel tiempo tan feliz.