Volvíamos a Moratalla a mediados de junio, después de nueve meses de destierro en Salamanca, con el largo verano por delante y con el Santo Cristo en su apogeo:solíamos llegar dos días después del encierro. El encierro, sí, porque solo había uno. Primero fue de tres,después de cuatro vacas, que entraban a la carrera por el Morterico. Más que suficientes para los del pueblo y algunos visitantes que venían de fuera; el más llamativo, tal vez, aquel holandés larguirucho que venía a esquilmar nuestros restos arqueológicos sin que nadie supiera lo que hacía.
Habíamos cogido el tren en Atocha doce horas antes.El tren correo expreso procedente de Madrid con destinos Murcia y Cartagena, estacionado en el andén nueve, como lo anunciaba la megafonía. Era sentarse en el skayazul de aquellos vagones de segunda, y ya empezaba a respirarse Murcia: en la forma de hablar de los viajeros, que tú estabas perdiendo; en los pepinicos con sal, los puñaícos de habastiernas, las mandarinas, los huevos duros, las botellas de la Estrella o el Tío de la bota que sacaban de la capaza, porque era la hora de la cena; en los ¡pijo en dios, que asfixia!; en los “nene, toma un huevico, no seas vergonzoso”.
Un anticipo rodante y nocturno de la tierra, que avanzaba despacio, atravesaba ;la llanura invisible sin más sobresalto que la larga parada en Alcázar de San Juan, con tiempo para un café con leche y una torta de bizcocho cuando había cuartos, que no era siempre. Te dormías de nuevo; te llegaba entre sueños la proclama monótona de los vendedores de hojas blancas (“hay navajas, hay navajas de Albacete”) o caramelos ( “caramelicos de Hellín, hay caramelicos de Hellín”) recorriendo el andén en la estación de turno.Caramelos La Pajarita, cilíndricos y alargados, ¡qué buenos los de anís!
Amanecía la luz del sur sobre las aguas de Camarillas, el cielo de limpio azul inconfundible de nuestra tierra. Las Minas (“ya estamos cerca”), los túneles, ajetreo de maletas atadas con cuerdas (“bajatú primero y te la doy por la ventana”), el destartalado coche del correo a Calasparra, la espera en el único bar que estaba abierto, compartiendo madrugón con los que pasaban a por el café y la copica de coñá antes de tirar para la huerta.
Hacia las nueve llegaba la “Murciana”. El sol ya estaba alto y aún faltaba un trecho de curvas por la carretera vieja. Llegando a Garrido se veía el pueblo, las volutas de los cohetes disipándose en humo contra el cielo, cuadrillas recogiendo abercoquesa destajo; camiones, motocarros, pivas, tractores y algún carro, cargados hasta arriba de fruta madura, entorpecían la marcha del ómnibus; los niños de las Casas Baratas corrían detrás de ellos, recogiendo los que caían de la caja.
Algunos años después se retrasó la fiesta, como si quisiera esperarnos, y se volvió a atrasar poco tiempo más tarde; aparecieron las peñas —el Cencerro,Zaínos— crecieron las visitas, aumentó sin tino el número de reses, aparecieron los jóvenesrecortadores…La fiesta se hizo grande. Tan grande se hizo que éramos nosotros los que teníamos que esperarla. Dabatiempo a seguir la vereda, subir a verlas vacas al Campo de San Juan, acompañarlas hasta la Casa Cristo, en una larga caravana de caballos, coches y otros vehículos o, simplemente, caminando con ellas, quien no tuviera miedo, que no es mi caso, pues siempre he sido bastante temerón;esperarlas en el río, seguirlas hasta el pueblo en cada encierro.
Nunca pensamos que pudiera ocurrir lo de este año. Parece imposible, pero es cierto: este año no hay vaca, del mismo modo que no hubo tambores. ¡Maldito COVID19, maldito año bisiesto!
Dentro de unos días enfilaré hacia Moratalla. Veré, como siempre, desde Ulea, la silueta del pueblo, el gato al sol dormido sobre el cerro. Me parecerá ver cómo se difuminan contra el cielo transparente las nubecillas de humo negro que deja el estallar de los cohetes. Llegará hasta mis oídos el alegre pasacalles de la banda, la afilada melodía del Tío de la Pita…Un espejismo, porque este año no hay vaca.
Pero estarán las calles de siempre guardando los fantasmas del recuerdo; el abandono ensimismado de la Villa antigua, orgullosa de su porte lo mismo que un hidalgo al que tan solo le queda la figura airosa; el paseo ritual hasta la plaza de la Iglesia, el chambi en la Glorieta, el encuentro casual con los viejos amigos, las viejas amigas, el despiste de no conocer a alguien a quien debes saludo, el café, que va siendo tradición, con Elena, la amiga que mejor te acoge ahora; puede que vengan también los hermanos: los de sangre —Alonso, Pepe, Jesús— y los de vida —Maruja y Curro—; y tal vez alguien te diga que fue feliz leyendo algunos versos que has escrito.
Este año no hay vaca, es cierto, pero nadie va a quitarte el placer de la nostalgia y, a fin de cuentas, un año pasa pronto.
A mi cuando llego a Ulea y veo el carro que no queda nada casi, que a mi siempre le decía el carro de manolo escobar, ahí ya me empiezan a caer las lágrimas diciendo que ya estoy llegando a mi pueblo con mucho orgullo.