Llamaba la atención, de Moratalla, a diferencia de otros pueblos cercanos, la presencia del agua en las calles. No es que fuera Venecia, no es eso, pero siempre tenías, más o menos a mano, una pila, una balsa una ‘cieca’ donde saciar la sed, darte un capuzón – quien se lo diera, que yo soy de secano – o ver cómo arrastraba el agua, por algún humilde ‘canaletto’, la rústica barquita que, a punta de navaja, habías sacado de un trozo de concha de pino. Dejando aparte los ríos, sus pozos y las fuentes, gracias a la estupenda red de riego que heredamos de nuestros ancestros árabes, el agua, mucho antes de los modernos sistemas de abastecimiento, llegaba a casi todos los rincones. Las acequias iban a cielo abierto, sin cubrir, y a poco que te salieras del centro del pueblo te encontrabas una. La ‘cieca’ de Benámor pasaba por encima del antiguo campo de fútbol, el de las Alzabaras, se remansaba a los pies del Peñón de la Encantá, a la espera de que, una vez al año, la bella Ordelina, libre por unas horas de su eterno cautiverio, bajara a lavarse las orondas, turgentes, virginales y olorosas – presumo – carnes, la noche de San Juan, y seguía su curso hasta la que ahora es calle del Periódico el Progreso (calle más, calle menos), donde siempre había un grupo de mujeres lavando sábanas, poniéndolas a remojo en azulete, para que no amarillearan, y retorciéndolas entre dos para que escurrieran bien el agua. Luego se perdía debajo de la calle o detrás de la tapia de algún huerto, hacia la balsa de San Juan, pero aún tenía tiempo, en su camino, de asomarse a mover los rulos de las almazaras. Almazaras de toda la vida, con los tres rulos de piedra en forma de cono, recuerdo una enfrentico del Callejón del Hospicio y otra justo al empezar el propio callejón, a la derecha.
Por el otro lado, la acequia del Alhárabe se entrecruzaba con la carretera de la Puerta, moviendo las piedras de los molinos y llenando las balsas y las pilas de los cortijos. De paso, con los sifones a ambos lados del camino, nos enseñaba de forma práctica aquello de los vasos comunicantes. Hasta los pies del colegio de las monjas llegaba un ramal al que, no sé si equivocadamente, le dábamos su nombre. A los pocos metros de salir de la balsa de San Juan se destapaba una conducción que bajaba por el Morterico a los Bancales y otra, que corría pegada a la carretera de Calasparra, se abría nada más cruzar la de Caravaca, por donde tenía el almacén Juan el de los guanos. Había otra reguera que no sé de dónde venía, ni a dónde iba. Pasaba por el porche del Patio del Convento, por encima de la Talanquera y se perdía por debajo de la casa de Joselito, el carnicero. Puede que fuese a parar a una almazara que había en el Patio los Guillenes, antes de llegar al Patio Santa Ana. No lo sé.
Aparte de esto, en todos los huertos de las casas grandes, las de los señoritos de la calle Mayor y alguna otra, había un canalillo hecho con tejas vueltas, por donde corría un chorro permanente de agua cristalina que iba a parar a una balsa después de atravesar la pila.
Teníamos en las calles varios pilones, siempre rebosantes de agua, que no solo servían para dar de beber a las bestias: refrescaban el ambiente, aportaban el sonido relajante del agua en continua caída y a más de uno le prestaron refugio de urgencia para escapar de la vaca. Había uno en el Cañico, sin duda el más importante, con una parte para los humanos, preparada para beber y llenar los cántaros, y otra para los animales. En el patio las Ollas había una fuente para abastecimiento doméstico y debajo, en lo que es ahora calle Constitución, estaba el pilón, que, como ya he señalado, daba mucho juego en los días de la vaca. Que yo recuerde, había otro enfrente del Ayuntamiento, cuando no existía la calle nueva, la de don Tomás el Cura, y todo eran huertos detrás de una tapia, a lo largo de la Talanquera. Aunque pueda parecer una leyenda inverosímil, la fuente de la Plaza de la Iglesia era, de verdad, una fuente, con un chorro de agua más bien menudillo y manso, pero que nos servía a los chicos de las escuelas para quitarnos la sed y a las vecinas para llenar el agua del puchero.
Un concepto, digamos discutible, de urbanismo y progreso hizo que se cubrieran las acequias a medida que avanzaban los edificios y un capricho inexplicable de no sé qué alcalde, deseoso de romper con la imagen rural del pasado, hizo desaparecer los pilones y las fuentes – excepto, creo, la del Cañico, que aún se conservaba, en la parte destinada a los bípedos, la última vez que fui de entierro – y se quedó tan ancho. Y no es por criticar, que yo, a lo mejor, habría hecho lo mismo, que ya se sabe cómo es la gente de quejica: que si los mosquitos, que si los olores, que si la humedad, que si culebras, que si ovas, que si ratas… en fin, un no parar. Seguramente había que hacerlo; pero eso no quita que yo eche de menos en las calles aquel rumor cantarín del agua viva que tanto frescor y tanta serenidad daba. Ahora puede que el pueblo parezca más moderno, pero ¿os imagináis tomando una cervecica en la terraza de la Esencia, por ejemplo, una noche de verano, oyendo el canturreo de un chorro de agua cayendo en el pilón? A eso me refiero. Una pena que hayan desaparecido.
Paco Morata
Da gusto leer estos textos, son muy emotivos, es una lástima las cosas tan bonitas que hemos perdido en tantos sitios, sin darnos cuenta, y seguimos sin aprender que es lo peor. Muchas gracias