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PACO MORATA, CAPÍTULO III, MIENTRAS EL PAPA RONCA.

Argimiro había regresado a Muralla hacía poco más de  dos meses. Las cosas no le iban demasiado bien: lo había dejado con María Encina,  tenía un trabajo de muchas horas y poco sueldo en una academia, clases de recuperación y refuerzo para estudiantes de EGB y Bachiller(todas las materias de letras), y estaba compartiendo un piso de alquiler en Aluche, con dos compañeros del Partido. Nada le unía a Madrid, así que, cuando falleció su padre, no le pareció mala idea volver a Muralla, hacerse cargo de la empresa de pompas fúnebres; el negocio familiar daba, dejaba tiempo libre y podía estar al tanto de su madre y de su abuela. Sin embargo, una cosa sí la  tenía muy clara, no pensaba ser sacristán de San Miguel, no iba a cargar con esa  obligación que desde siempre había recaído en los varones de su familia. No se veía él, licenciado en Filosofía y Letras, comunista y descreído, ejerciendo de meapilas. Pensaba dejárselo claro a don Carlos en cuanto reuniese la determinación necesaria para enfrentarse a él. Lo había ido demorando y demorando; no sabemos cuánto tiempo lo habría dejado sin resolver; le costaba enfrentarse a situaciones que pudieran crearle tensión y temía a don Carlos, así que todos los días se decía, «de mañana no pasa». Lo mismo debió pensar el clérigo, que al final se le adelantó.

Acababa de regresar  de su primer entierro, un hombre de Los Bancales al que sus hijos encontraron colgando por los pies de la cuerda del aljibe, con la cabeza y medio cuerpo dentro del agua. Por una deuda de juego, al parecer.Su madre, que sabía lo mal que le sentaban las caminatas, le había preparado en la cocina una jofaina de agua casi hirviendo con abundante sal, para que pusiera los pies un rato a remojo. En eso estaba,  comiendo al mismo tiempo unas naranjas y leyendo la tira del Tío Pencho en La Verdad, cuando llamaron a la puerta.

—Don Carlos te manda recado — le avisó su madre —. Quiere verte en la iglesia esta noche, después de misa. Que ya te dirá él de qué se trata.

 

— Pasa, Larrasa, pasa y siéntate — Dijo el clérigo —. Enseguida soy contigo.

Argimiro permaneció de pie recorriendo con la vista la sacristía que no había vuelto a pisar desde que  el arcipreste le excluyera del grupo de monaguillos por sus constantes travesuras. Por ser hijo de quien era, le pasaba que jugara a las canicas sobre la alfombra, durante las celebraciones, que soltara palomas dentro de la iglesia, que se durmiera acurrucado en el púlpito…pero no pudo soportar el susto que le dio con la última diablura. Justo en el momento de la consagración, cuando de espaldas a la nave, sin más fieles que la mujer del estanquero, el sacerdote pronunciaba las palabras de Jesús en la última cena, «hoc est enim…»,  Argimiro lanzó hacia otro acólito,— Alfonsito, el hijo del barbero—, un apagavelas a modo de venablo, que fue a estrellarse contra la puerta del campanario, con tal estruendo que el cura, que siempre tuvo serios problemas de visión,  creyó que se derrumbaban las figuras del retablo y empezó a gritar «¿qué santo se ha caído?, ¿qué santo se ha caído?» Argimiro escapó mientras el sacerdote terminaba la misa, pero nunca más se le permitió pisar la sacristía,

Lo encontraba todo más viejo, desconchado y falto de pintura, pero sobre todo más pequeño. La enorme cátedra de madera que solía defender de los ataques de sus compañeros, como si fuese la torre almenada de un castillo, era ahora un sillón destartalado y roído de carcoma, del tamaño justo para que una persona pudiera estar cómodamente sentada. La alacena donde se guardan las vinajeras, el moscatel y la naveta del incienso, el rincón de los buenos olores al que se asomaba alzado de puntillas, era ahora un pequeño hueco en la pared, muy poco por encima de su ombligo.

Don Carlos acabó de quitarse los ornamentos. Los fue colocando cuidadosamente extendidos sobre la cajonera donde después debería guardarlos él mismo: casulla, cíngulo, estola, alba y amito; en el orden inverso al que se los había puesto. Ya no se usaba manípulo. Por lo demás, el mismo ritual de siempre, los mismos ademanes, el mismo olor a tabaco, que transportaron al visitante a su infancia, cuando al lado del cura cubría en silencio su cuerpo huesudo, sus rodillas sombreadas de roña y mataduras, con la sotana roja y la sobrepelliz raída de los monecillos.

Recordaba cómo don Carlos se iba revistiendo, solemne y concentrado, musitando entre dientes la misma oración eternamente repetida. Una salmodia que el muchacho no alcanzaba a oír entonces, y que tampoco hubiera podido entender, pues todavía no le habían llevado al internado y no sabía latín. Ahora la tenía delante, escrita en la vieja sacra, innecesaria ya pues era otro el rito, pero que aún permanecía donde siempre, colgada de un pernio herrumbroso, casi oculto por las sucesivas capas de pintura, entre el espejo de azogue picado, enmarcado en  acantos de oropel, y una estampa de Juan XXIII con el aspecto que dio en conocerse como de abuelo bonachón. Podía leer lo que de otro modo no habría sido capaz de  recordar:

Da, Domine—musitaba don Carlos — virtutem manibus meis ad abstergendam omnem maculam: ut sine pollutione mentis et corporis valeam tibi servire. Mientras en una pequeña palangana lavaba las puntas de sus dedos, amarillos del humo del cigarro, pero siempre limpios.

Impone, Domine, capiti meo galeam salutis, ad expugnandos diabolicos incursus. Un poco afligido. Con el amito sobre la cabeza, como una pañoleta.

Dealba me, Domine, et munda cor meum: ut sanguine Agni dealbatus, gaudiis perfruar sempiternis. Y se colocaba el alba muy despacio. Siempre con un suspiro de emoción, el mismo que exhalara el día en que recibiera la orden sacerdotal.

Praecinge me, Domine, cingulo puritatis, et extingue in lumbis meis humorem libidinis: ut maneat in me virtus continentiae et castitatis… Y el cíngulo ceñía la delgadez de su cintura, fruto de la frugalidad, de santo o de avaro, a que su cuerpo estaba sometido.

Seguía con el manípulo (Merear, Domine, portare), la estola (Redde mihi stolam immortalitatis…) y la casulla: Jugum meum suave est, et onus meum leve: fac, ut istud portare sic valeam, quod consequar tuam gratiam. Amen.

El pequeño Argimiro, mientras tanto, preparaba el cáliz en silencio; colocaba sobre la patena, con sus propias manos agrietadas y enrojecidas por los sabañones, la hostia que habría de ser consagrada; lo cubría todo con el sobrecáliz y un pedazo de lienzo bordado y rígido cuyo nombre no conseguía recordar ahora.

El sacerdote adelantó levemente su mano ungida, blanca, vacía por debajo del pellejo estirajado, salpicado de manchas de vejez, con la palma vuelta y los dedos ligeramente separados.

—Bésala,  ordenó suavemente, con el tono relajado de quien sabe que va a ser obedecido.

Así lo hizo Argimiro. Al tomar con la suya aquella mano temblorosa y huesuda, se disipó para siempre el temor que la proximidad del presbítero le causaba cuando niño. Se tornó en un sentimiento de piedad. Ya no era la mano vigorosa con que el clérigo, pequeño, pero lleno de energía, les daba pescozones al menor desliz si no andaban listos en la retirada. Era la mano de un anciano físicamente indefenso y acobardado, aunque conservase la mente clara y el porte autoritario.

— Ya sé que estás pensado que no deberías hacerlo – prosiguió. Tú no crees en estas cosas y quieres ser consecuente. No te culpo. Pero debes hacerte cargo, hijo mío. Eres aún joven y no comprendes que la fe tiene muy poco que ver con este asunto. Hemos creado un rito que sobrevivirá a la historia, una liturgia de gestos que nos reafirma, nos da seguridad. Quizá tú, desde tu arrogancia intelectual, pienses que no la necesitas. Tal vez tengas razón. Pero ¿qué me dices de los pobres ignorantes a quien Nuestro Padre no ha dado tu inteligencia, tu soberbio raciocinio? ¿Crees acaso que podrían guiarse por ellos mismos, sopesar el bien y el mal, decidir qué camino les conviene? Ten por cierto que no, no serían capaces. La mayoría de las veces se equivocarían. Andarían errados o dubitativos. Inseguros en suma. Y así no sería posible que  alcanzasen la mínima ración de felicidad que a cada uno corresponde en esta vida. ¿No crees?

— No lo sé, nunca me he parado a pensarlo

— Yo sí lo sé. Lo tengo comprobado. La duda come mucho. No deja conciliar el sueño. Inhibe el apetito. Siempre es preferible una mala nueva, cuando ya se conoce en sus términos reales, que la incertidumbre de estar esperando noticias. Por eso es mejor tener certeza. Aunque se pudiera estar en el error. Y es por eso que nosotros, los que gozamos de una mayor capacidad de discernimiento, debemos servir de faro y guía. Conducir a la grey por el camino llano, lejos del peligro.

— No me veo yo de luz y guía de nadie. Si me permite que sea sincero, no tengo fe ni para mi gasto.

— ¿Qué importa eso? Lo que creamos o dejemos de creer es algo que solo atañe a Dios y a nuestra conciencia. Se trata de mantener las apariencias,  respetar las formas, dar ejemplo con nuestra conducta. Además, no te conviene indisponerte con Él. Haz memoria. Recuerda el catálogo de ateos conspicuos; de agnósticos famosos; de librepensadores aguerridos que al ver acercarse el fin de su vida hicieron patente su reconciliación con el Señor. El Padre así lo tiene estipulado. Está previsto que el hombre pueda salvar su alma mediante el arrepentimiento, en el último momento si es preciso. ¿Cuántos no estarán gozando de la presencia del Altísimo por un oportuno instante de contrición justo cuando la parca apagaba su resuello? Y tampoco hay nada en las Sagradas Escrituras o en la doctrina de los Santos Padres que catalogue como inadmisible el ponerse en paz con el Creador solo por si acaso. Piénsalo: si realmente no existiese otra vida más allá de la muerte, no perderíamos nada  por haber creído. Pero ¡ay de ti! si te hubieses confesado ateo y te vieses al final de los tiempos en el Valle de Josafat, a la izquierda del Hijo del Hombre, oyendo las trompetas del juicio desde el lado de los cabritos, los destinados al fuego eterno…      Además, hay que ser prácticos, Larrasa, hacer lo que conviene. El mismísimo Asmodeo, monarca  de los demonios, príncipe de los placeres impuros,  colaboró en la construcción del Templo de Salomón. ¿Tenía Asmodeo alguna simpatía por Javeh?Por supuesto que no. Pero iba a lo práctico, a su conveniencia, porque así contribuía al mantenimiento de su posición dentro del orden creado.      Yo no puedo estar más tiempo sin sacristán. Va para dos semanas que murió tu padre y aquí las cosas están cada vez más revueltas. ¿Qué prebendas piensas tú que tienes para dejar de cumplir, así como así, el compromiso que hace siglos tiene contraído tu familia? Desde que hay noticia escrita,  desde la fundación de la parroquia, allá por 1244, cuando esta ciudad recibió su fuero de manos del Rey Fernando III, que la había conquistado a los moros, la sacristanía de San Miguel siempre ha sido desempeñada por un hombre de tu linaje. De ella habéis vivido y de ella derivó vuestro negocio funerario. Y tú sabes, igual que yo, que es mejor que todo quede en casa. Si tú ya te ocupas de asear al muerto, colocarlo en el féretro y darle sepultura,siendo sacristán también te ocuparías de los responsos y los rezos. No me puedes negar que eso economizaría tiempoen los trámites y evitaríamos conflictos de competencias. Así te aseguras la clientela. A cambio de eso, solo te pido que atiendas la iglesia: que abras y cierres, te ocupes de los toques, pases la bandeja y me pongas un poco de orden entre los monaguillos, que ya pueden conmigo. Del cepillo me encargo yo. De lo demás se ocupan las mujeres y la Divina Providencia. Ellas barren, ellas ponen y quitan flores,ellas lavan los ornamentos, los del altar y los míos. Y no pienses que estás haciendo nada extraordinario. Esto que te pasa a ti lo tiene escrito Unamuno, otro que no sabía si creer o no creer, desde hace mucho tiempo. Toma, lee — dijo—, mientras le alargaba un librito de pastas oscuras. Un ejemplar de la primera edición de San Manuel Bueno, Mártir que, como todos los volúmenes de su biblioteca, había mandado reencuadernar.

Argimiro se quedó parado, agarrando el libro, sin saber qué decir. Don Carlos le dio a besar de nuevo la mano y se dirigió hacia la puerta. Antes de cruzarla, se volvió:

— Ya sabes que las casullas se guardan en ese armario. Y dobla el alba con cuidado, que si se arrugan las puntillas hace muy feo.

De este modo Argimiro Larrasa se encontró abriendo los cajones y doblando las prendas de lino, con el mismo esmero que había visto poner a su padre desde que le alcanzaba la memoria, desde que empezó a andar y, al finalizar la misa, se escapaba de su madre para entrar en la sacristía a comer los recortes de las obleas y asomarse al balcón que daba a la plaza, a ver desde arriba a la gente endomingada y los chorros de la fuente que solo manaban los días de fiesta.

Iba concentrado, recordando la charla mientras cruzaba la plaza  camino de casa.Don Carlos no le había convencido, había escuchado casi en silencio aquel largo discurso por respeto al pasado, pero estaba decidido, iba a mantenerse firme, por nada del mundo sería sacristán. Sin embargo, al pasar junto al bar del casino, vio que había un grupo de gente cenando en la terraza, no los conocía. Escuchó la voz de un hombre que preguntaba: «Paquita, ¿a qué hora vas a misa mañana?». «A las siete y media, Bernabé». Esa voz… Se detuvo un momento, volvió la cabeza, su mirada encontró que los ojos de ella también lo buscaban. Siguió caminando con una sonrisa en los labios. No podía creerlo. Acarició en el bolsillo la llave del templo. Mañana a las siete tendría que abrir.

—¡Hijuela! —recordó de repente—, el paño que cubre el cáliz se llama hijuela.

 

 

(continuará)

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