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PACO MORATA, MIENTRAS EL PAPA RONCA. CAPÍTULO II

La barbería está ubicada en el centro geográfico de este pequeño mundo ensimismado que es Muralla, una población de quince mil habitantes, que conserva el trazado medieval de sus callejas en esta zona alta que rodea la plaza de España, a igual distancia de la Casa Consistorial y la Iglesia Parroquial, a la sombra de la Torre de la Encomienda, cuyo reloj marca el ritmo civil de la ciudad; tiene a su espalda la estafeta de Correos y enfrente las dos farmacias, separadas por un estanco, y el casino. Por un costado la flanquea el bazar, un cruce de ferretería con tienda de juguetes, papelería y todo a cien, que ampara un reducido taller donde el ferretero, un hombre de pelo gris, bigote de posguerra y bata azul Mahón  llamado José el Faco,  repara braseros, ventiladores, planchas y otros pequeños electrodomésticos.  Al otro lado se alza la sede de la comunidad de regantes, el antiguo Gobierno del Marqués de los Vélez, desde el que los Fajardo disputaban al Concejo el dominio sobre la ciudad, un edificio singular que corona su puerta con un arco de piedra que fue rescatado del estuco y la codicia de los especuladores por el concejal Morata.

Alfonso acaba de volver de la iglesia; permanece en la puerta de su local, acompañado por el ferretero. Cuchichean mientras vigilan lo que está ocurriendo:

— Pa mí está claro, han entrao a robar. A tiro hecho. Y mira que lo llevo diciendo, qu’están las cosas expuestas a que un cualquiera venga y se las lleve

— Sabes que en eso siempre te dao la razón. Que sí, que sí, que las cosas ya no son como antes.

— A quien se le diga…, en un armariucho con las puertas de cristal, esa maravilla que ni se sabe siquiera lo que pueda valer…

— Pos ¿qu’es lo que s’han llevao?

— La custodia. Le han dao un mochazo al cristal y lo han hecho mixtos.

— ¡Pijo en dios! ¡No me joas! ¿La custodia de las campanillas?

— Sin joer. Lo que te estoy diciendo: La custodia, las perras y el anillo. Han aprovechao el viaje.

— ¡Madre mía, muchacho! P’hacerla pedazos, la van a desarmar pa vender los materiales, porque entera  pa a mí que no va ser fácil que se la compren.

— ¿Entera, dices? Entera, imposible. La conoce todo el mundo.

— ¿Y perras? ¿S’han llevao perras?

— Han dejao la caja pelá. No se sabe cuánto había, pero, ya te digo, la caja pelá. Bueno, pelá, pelá del to, no… que había un papel, pero ¿tú sabes lo que pone en el papel?

— Pos claro que no

— Ni yo tampoco. Se lo ha guardao Zurriago y no sabemos qué ponía.

— ¿Quién habrá podío hacer una cosa así?

— Ni idea, no tengo ni repajolera idea, pero, eso sí, Argimiro…, ya te digo yo que no.

— Eso por descontao

Las campanas de San Miguel,  las de San Francisco y las de Santa Ana doblan por el difunto. Las puertas del templo están cerradas.Una multitud de curiosos se ha ido arremolinando en la plaza buscando noticias. Algunos se acercan a preguntar

— Mariá, Alfonso, ¿pos ca pasao?

— El pobre don Carlos, muerto. No puedo decir ni una palabra más.

Monta guardia el número Chícheri. El cabo Bernabé Cienfuegos mira nervioso el reloj, está esperando la llegada de Su Señoría, para que disponga sobre el cadáver. Junto al picoleto, de pie y esposado, está el sacristán. Al poco de salir los monaguillos hacia el puesto, por orden de Argimiro, se personó en el lugar de autos la pareja de civiles. Estaban de servicio e interceptaron a los niños en la Glorieta, antes de que llegaran al cuartel, los detalles de lo que ocurrió después los haría constar el cabo en el atestado que redactaría más tarde:

El abajo firmante, Bernabé Cienfuegos Serrano, cabo de la benemérita Guardia Civil, destinado en el puesto de Muralla, hace constar que estando de servicio el día 25 de agosto de 1989, siendo las 7 horas y 55 minutos, hallábase haciendo la ronda de vigilancia reglamentaria por las calles de la localidad, cuandovieron aproximarse a dos niños que corrían en dirección a donde se ubicaba el manifestante junto con su subalterno el número Ezequiel Chícheri Utrilla, quien a la voz de «alto a la Guardia Civil», detuvo la carrera de los jóvenes a los que se dirigió en los términos que transcribo: «¡Eh!, ¡eh!, ¡eh! ¿Ande vamos tan ligeros?, ¿es que no tenemos escuela?» A lo que el niño que después diría llamarse Matías Navarrete Ortín, alias Matito, respondió: «No, señor civil. Estamos de vacaciones y somos monaguillos. Nos ha mandao el sacristán a que le digamos a la Guardia Civil qu’ha aparecio muerto el cadáver de don Carlos, el señor cura arcipreste de la ciudad.»  « ¿Muerto, dónde?», pregunté. «Muerto en la cabeza», respondió el niño segundo, identificado como Zacarías López Redondo, alias el Zoco, pero su compañero, que parece tener más luces, precisó: «Muerto en la sacristía de San Miguel, señor Zurriago», a lo que estuve así  de responder con el pertinente bofetón, pero me contuve por tratarse de un menor y no estar demostrado que su intención fuese la de ofender. Inmediatamente nos encaminamos hacia la parroquia. Personados en el lugar de autos, observamos en primer lugar la presencia de varios testigos a los que ordenamos desalojar la sala y esperar a unos metros de distancia y en silencio, hasta el momento de su interrogatorio e identificación; en segundo lugar comprobamos que el cadáver estaba realmente muerto y tenía toda la pinta (perdón por la expresión) de pertenecer o ser el del Reverendo Señor Arcipreste de Muralla, don Carlos (ignoro el resto de su filiación). En un primer análisis visual pude apreciar un altillo al que se había hecho añicos el cristal de la puerta,  un candelabro y el gorro del sacerdote (ignoro el nombre técnico) caídos en el suelo, una caja abierta en cuyo interior había un papel doblado (se adjunta al atestado) en el que se había dibujado una calavera humana y escrito las letras BC. Procedimos a la identificación e interrogatorio preliminar de los testigos tal y como se recoge a continuación.

Primero.- Los antedichos monaguillos manifiestan que acudieron a la iglesia a las siete horas y quince minutos. Que vienen juntos desde su casa en la bicicleta del llamado Matías y que luego la dejan en el estanco de la chacha Josefa de Zacarías, que está enfrentico de la iglesia.  Que encontraron la puerta abierta pero no vieron al sacristán por la nave, por lo que se dirigieron directamente a la sacristía para revestirse y coger el apagavelas, un utensilio que, pese a lo que pudiera indicar su nombre, también sirve para encenderlas. Que vieron que don Carlos estaba tieso (preguntado por el significado de su manifestación, Matías rectifica y aclara que encontraron a don Carlos muerto. Aseguran que no tocaron nada y salieron cagando leches (interpreto que a gran velocidad) a enterar al munipa de noche en el ayuntamiento. Ante la insistencia y presión por parte de un servidor, el llamado Zacarías confiesa «que a lo primero me figuré que s’estaba echando un cli y como las gafas estaban tirás por el piso, el Matito me dijo a que no ties lo qu’hay que tener de ponerle a don Carlos las gafas, a ver si asín se rebullía, pero cuando estaba en un tris de terminar deponérselas, vi que l’habían escalabrao y qu’estaba como alelao, con la boca abierta y sin resuello y vi la sangre seca y dije,Matito,m’están entrando correncias, que yo, pa mí, fíjate lo que te digo, quedon Carlos l’ha doblao, y le di un empujón al Mati que de pocas si lo erribo y le dije vámonos d’aquí que faltan las perras y van a decir qu’hemos sío nosotros».

Segundo.- Se encontraba en el lugar mi esposa, Francisca Pinilla Solares, cuya declaración se pospuso por estar en todo momento a disposición de la autoridad.

El diálogo entre Paca y su tricorneado esposo, según relataría el barbero, se desarrolló en estos términos.

— ¿Qué hacías tú en la iglesia?

— ¿Qué iba a hacer? A misa.

— Muy temprano has venido.

— Me quería confesar.

— ¿Confesar?

— Sí, confesar.

— Bueno, bueno. Ya hablaremos.

— No hay nada que hablar.

El atestado continúa.

Tercero.- Encargo a mi subalterno el interrogatorio del siguiente testigo, quien demuestra una actitud negativa ante la autoridad. Preguntado por su nombre y número de documento responde: «Pero, pijo, Chícheri, no me joas, a ver si no vas a saber quién soy, que te afeito tos los sábados» A lo que Chícheri responde muy acertadamente: «Ni pijo ni pija, Alfonso, hay que hacer las cosas como dios manda, que lo bien hecho bien parece», mientras anota en su libreta, Alfonso Alcaraz Boluda, domicilio Plaza de España, barbería del Siciliano, DNI omitido.

Cuarto.- Doña Periquita, la del estanco y su hija Sabina, aportarán DNI más adelante, pues no los llevaban encima y son personas de absoluta confianza. Entre ambas declararon que «siempre somos las primeras en llegar a la iglesia, pero hoy se nos adelantó la esposa de usted, qué contrariedad, y la vimos que corría y corrimos nosotras también y vimos lo que está viendo usted, Bernabé, el estropicio y el pobre don Carlos, que decían que fumaba mucho, que lo iba a matar el tabaco, para que luego digan»

Quinto.- El agente Bartolomé, de la Policía Local, manifiesta que tiene que redactar su propio informe y me pide por favor que si puedo pasarle copia del mío, para no incurrir en contradicciones, a lo que accedo asegurándome el compañero que guardará el debido secreto.

Sexto.- Interrogo por último al señor sacristán de San Miguel y propietario de la empresa de Pompas Fúnebres El último paseo, don Argimiro Larrasa Galván, quien preguntado por el lugar en el que se encontraba en el momento de descubrirse el cadáver, responde «por ahí», y a la pregunta de qué estaba haciendo, responde «lo que a ti no te importa, Bernabé», por lo que me veo obligado a detenerlo para un posterior interrogatorio en nuestras dependencias.

Cienfuegos y Chícheri están esperando la llegada del sargento comandante de puesto acompañando a Su Señoría y al médico forense, que habrán de proceder al  levantamiento del cadáver y lo que el señor Juez tenga a bien disponer con respecto a la instrucción del sumario.

Están tardando porque  la iglesia parroquial está arriba de unas empinadas gradas, en pleno casco antiguo, y el Señor Juez se mueve con alguna dificultad: es cojo. Una cojera muy pronunciada, una debilidad de las rodillas, que le hace bascular el cuerpo de forma exagerada, balanceando la cabeza a izquierda y derecha de un modo que hace recordar a un dominguillo. Su paso  despierta expectación y algunos cuchicheos. Burlas no, porque Su Señoría se ha ganado el respeto y el cariño de las gentes a base de ejercer su oficio con equidad y diligencia, que ya se sabe que la justicia lenta no es justicia. Su paso de tentetieso sigue llamando la atención de la gente; pero ni de lejos se puede comparar con la sensación que causó el día de su boda.

Aún no era juez en Muralla. Acababa de terminar la carrera y estaba preparando oposiciones. Vivía con sus padres en Baños y Mendigo, un lugar tranquilo, cerca de la capital, perfecto para su vida de opositor. En nuestra ciudad casi nadie lo conocía; nadie más que su novia y, naturalmente, la familia de su novia.  Llegó el día de la boda. A  la gente le gusta   apostarse en la calle para ver pasar  la comitiva de parientes e invitados siguiendo a la novia camino de la iglesia. El novio debe adelantarse. Esperar a su prometida  en la puerta para seguirla dentro.  Se tomaron medidas para evitarle al galán el paseíllo: celebraron  el desposorio en San Francisco, que está en la parte llana. Hasta  allí llegó en coche. Algo normal. Sin sobresaltos. Pero era misa de doce y había casamiento, así que la iglesia estaba abarrotada. No pudo evitar aquel primer baño de multitudes  al entrar en el templo del brazo de la madrina, a los acordes de la marcha nupcial. Los nervios de la ocasión junto a las prisas por recorrer cuanto antes el pasillo interminable, parecían aflojar aún más los muelles de su pata chula; avanzaba dando tumbos, acunándose de un lado a otro del pasillo, como los cofrades bailan al Cristo de la Columna en la procesión de Jueves Santo.

De la ceremonia salió casado, por supuesto, que a eso iba; mas  recibió por añadidura un segundo sacramento inopinado, un bautismo sin agua, un bautizo enjuto, con un nombre que llegó a la calle precediendo a la pareja de recién desposados: con el arroz, los papelillos y los gritos de ¡vivan los novios!, ¡vivan!, se mezclaban otros aún más entusiastas; un clamor casi unánime proclamaba: ¡Viva Mecedora!, ¡Viva Mecedora!

 

 

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