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PACO MORATA, MIENTRAS EL PAPA RONCA.CAPÍTULO IV

Paca Pinilla recorrió sigilosa los pocos pasos que llevaban  desde la entrada de su pabellón en la Casa-Cuartel-Todo-por-la-Patriahasta la puerta acristalada sobre la que podía leerse, en una placa de porcelana desportillada: COMANDANTE DE PUESTO. Debajo, en un cartón plastificado, alguien había rotulado con letra muy cuidada: Sargento Almirez Poveda. No quería que nadie la viese entrar.  Aún llevaba la ropa de ir a misa, muy elegante para no ser domingo. Había estado toda la mañana dudando si hablar o no hablar con el sargento, pero no se había querido cambiar por si acaso. Finalmente, viendo que no encontraba otra solución y que el tiempo se acababa —Bernabé no tardaría en salir de la guardia y vendría a comer—, se había decidido.

Golpeó quedamentecon los nudillos sobre el cristal y entró sin aguardar respuesta, tan rápida que sorprendió al ocupante del despacho enfrascado en profundas cavilaciones y tratando de deshacerse de un moco más que mediano que se acababa de sacar. Lo que él había pensado que sería una pelotilla reseca, fácil de eliminar, resultó un cometa de cola larga y viscosa que la sorpresa le obligó a pegar en lo que más a mano le caía, un busto del Generalísimo que, pasándose la constitución por el forro, dominaba su escritorio, despejado como campo de batalla de donde hubiera hecho huir al enemigo el que se tenía a sí mismo por glorioso estratega. Allí quedó la vela, como condecoración burlesca sobre el pecho que tantas recibiera en vida.

El sargento no esperaba visita, por la hora que era, pasado largamente el mediodía, lo único que deseaba era escuchar la voz de alguna de sus hijas que le llamase alamesa. No obstante, la visión de Paca, un poco sudorosa y un poco sonrojada, hizo subir a sus ojillos un brillo de indisimulada  complacencia. Notó cómo la boca se le hacía agua, tuvo que tragar saliva, a punto de caérsele la baba. La esposa de Zurriago sería para un cura un enviado de satanás o una bendición del cielo,  para un matemático un índice exponencial, para un agente de bolsa una inversión de riesgo, para un poeta mucha musa, para Fellini nueve y medio, en resumidas cuentas, que está muy buena, es  joven y hermosa —no ha cumplido los treinta y cinco— y tiene un estilo y unos aires mundanos que provocan el deseo y la maledicencia. Cuando llegaron a Muralla, va para cuatro años, la gente hablaba de ella a todas horas, naturalmente, mal. La preocupación era rellenarle la ficha. Entraba a un comercio, pasaba por una calle, se repetía la conversación:

— Acho qué zagala tan bonica ¿Esa quién es?

— ¿Es que yo lo sé? No la conozco. Y tan bonica no creo que sea, está algo seca pa mi gusto.

— A lo mejor va estar una miajica seca, pero contíconeso está jaquetona. Le parece a una artista de cine.

— Pos yo pa mí que no es de aquí.

— ¡Atiende! Que no es de aquí, dice. Desdeluego qué cosas tienes. Que no es de aquí… pues claro que no es de aquí.

— Lo que quiero decir es que no es de España. Habla raro.

— ¡La orden cana, muchacho! Que habla raro. ¿Y tú cómo hablas, boca chicle? Si no hay dios que te entienda, ¡pijo!

— Si tanto interés tienes, ya sabes, le preguntas lo que le tengas que preguntar, sin vergüenza.

— Sin vergüenza, eso sí, que mi abuela dice que la vergüenza era verde y se la comió un burro.

La primera que se lanzó a interrogarla fue Flora, la del pan.

— Cuando pueda me da usted una libreta —pidió Paquita.

— De eso aquí no tenemos, eso en el bazar lo vende el Faco y lápices y esas cosas.

— ¡Ay, perdone!, quiero decir un pan de medio kilo.

— ¡Niño bendito, qué tonta he estao! Panes tan pequeñicos no hacemos nosotros. Nosotros de kilo o de dos kilos. De medio, una barrica o si  quiere le parto medio pan.

— No, una barra. Una barra de medio está bien

— Ahora mismicico, reina, aquí tienes. ¿Alguna cosica más? Tengo unos riñones, unos cuernos y un cabello de ángel pa chuparse los dedos.

— No, gracias, otro día  me llevo ¿Cuánto es?

— Cinco duricos, guapa. Esto… una preguntica. ¿Tú me puedes decir de quién eres? Es que yo a ti no te conozco.

— Normal que no me conozca. No soy de aquí. He venido hace poco con mi marido, que le han dado destino.

— Que es maestro tu marido…

— ¿Maestro? No, guardia civil

— ¡Ah!, guardia civil…Bueno, señora, pues ya sabe usted donde nos tiene, para lo que haga falta.

— Muchas gracias…  Otro día, ya me llevaré unas empanadillas, que a mi marido le gustan mucho.

— ¿Ah, sí? Pues tome usted, toma… llévate estas dos, que se las regalo yo. Le dices que se las manda la Flora, pa que las pruebe, que están recién hechicas.

Por su parte, los hombres, como siempre, confundiendo la realidad con el deseo.Inventando historias que hacían bullir su imaginación y sus hormonas. Llegaban a la barbería, a afeitarse o a leer el periódico y traían un cuento.

— ¿A que no sabes lo que mehan dicho?

— Dios lo sabrá, algún embuste, ¿qué te han dicho?

— Que han visto a la picoleta con uno de Calasparra, en Caravaca. En la Gran Vía. Saliendo de la fonda.

— Pues vas y le dices al que te lo ha dicho que Santa Lucía le conserve la vista.

— ¿Y eso, por qué? A ver. ¿Por qué?

— ¿Por qué? ¿Por qué? Porque la he estado viendo pasar toda la mañana. Ha salido de misa a las ocho, ha estado en el casino, tomándose un café con la mujer del sargento y luego ha pasado con la capaza del mercao. Dile a este lo que llevaba en la capaza, José. A ver si eran flores que le ha mandao el calasparreño en la Murciana.

— No me parece a mí que fueran clavellinas ni ababoles, me parece que eran pencas de cardo y apio, que irá hacer olla la mujer.

— Pues si se ha ido a Caravaca, no le va dar tiempo —rio Alfonso—, ¿a que no José?

— Se le van a quedar las alubias zapateras; a la una estaba yo con ella, que se le ha esfaratao un brasero y quiere que se lo avíe.

Más tarde se corrió el rumor de que había sido  “artista”, en el peor sentido de la palabra, el que se daba en el pueblo al elenco de las compañías de variedades que de tarde en tarde se dejaban caer por el  desangelado escenario del teatro-cine del Zorro.  Mujeres, por lo general, de carnes abundantes y belleza decadente, que encendían fuegos agitando los muslos enmallados y los pechos desmayados sobre las tablas, para  apagarlos luego, por  riguroso turno y previo pago, sobre la apelmazada borra de los carromatos. Lo dijo Juan el Curioso, mientras esperaba la vez para pelarse: — A mí me han dicho  que   iba de feria en feria  bailando encima de un elefante, y que no llevaba puesto na más que la piel de tres ratones.

— ¡Odo! ¿Eso quién lo ha dicho? —Preguntó Alfonso—, ¿Cómo se han enterao?

— En el casino lo estaba diciendo uno de Lorca que ha venío de por esos Barcelonas, que la vio en el Molino.

— Me cagüen San Apapurcio. Qué poca vergüenza tenéis con la mujer. Es que tú te crees que si la vio en cuereticos vivos se va acordar de su cara. ¡Válgame, válgame, san válgame! Que estáis apollardaos. Mira lo que te digo, para que se lo digas tú al lorqueño. Le vas a decir lo que yo te diga: Que me ha dicho el Alfonso que está usted confundío, que él también estuvo en el Molino y la de los tres ratones no era la Paquita, la Paquita llevaba tres ratones y un conejo. Y luego le dices, que te lo mando yo: Va usted a la mierda, embustero, y no diga cosas que no son verdad.

Paquita seguía la conducta ejemplar de las mujeres del pueblo,  iba todos los días a misa, hacía su casa, iba al mercado y entraba y salía con su marido; poco a poco la gente dejó de murmurar de ella, de inventar historias.A la par que su fama mejoraba, la de mala leche de su marido iba en aumento, hasta el punto de que pronto empezó a ser conocido como cabo Zurriago, por las técnicas que aplicaba a los cuatro maleantes de poca monta que había en el pueblo.

Una noche de feria, había salido a tomarse unos churros con algunas mujeres del cuartel, aprovechando que los maridos estaban de guardia. En la Glorieta, se encontró con Tirillos y la Caravana, un grupo de aficionados a la música y la juerga, que estaban afinando guitarras, a punto de empezar a tocar.« ¿Te sabes Ojos verdes?» —Preguntó Paquita—. «Me sé lo que tú pidas, reina».  Así empezaron, pero no se quedaron en esa. Paquita pedía(Dos cruces),los músicos improvisaban (Tatuaje)y ella sorprendía con su vozal público(Yo soy esa) que se iba congregando a su alrededor.Alcabo de un rato, la gente empezó a pedir(Y sin embargo te quiero), como si de Radio Andorra(No me quieras tanto)y sus discos dedicados(No te mires en el río) se tratara. La velada se prolongó hasta mucho después de que las luces de las atracciones (Cinco farolas) se hubieran apagado,con el pueblo entregado al arte de la mujer: «yo no escucho lo que dicen las lenguas de vecindonas…»  A partir de ese día, nadie volvió a criticarla.

Hasta que hace dos domingos, ala salida de misa de doce, Tirillos se dirigió a su marido:

— Toma, mi cabo.

— Que tome ¿el qué?

— El recibo de la hermandad que presido, la de la Santa Corona

— ¿La Santa… qué?

— La Santa Corona, la que lucimos los cornudos. Son diez pesetas. De momento guárdate el recibo, ya me pasaré a cobrar.

Bernabé miró a Paquita. Paquita dijo « ¿A mí qué me cuentas?» Alguien gritó « ¡Viva el cuerpo de la Guardia Civil!». Se oyeron risas y la gente se puso en movimiento, como si nada. El cabreo de Cienfuegos no es para contarlo. Le salía humillo por debajo del tricornio.

 

Paca cerró la puerta del despacho sin que Almirez se lo hubiera pedido; llegó a la mesa, la rodeó para acercarse al sargento y poder hablar sin ser oída desde fuera. Parecía muy nerviosa.

— ¿Qué se te ofrece, chiquilla?, ¿qué te está pasando?

— ¡Ay Prudencio —se saltó el protocolo— que tengo que contarte algo y no sé por dónde empezar!

Antes de que salieran las palabras de su boca, ya estaba llorando.

— ¿Por dónde vas a empezar, nenica? Por el principio. Anda, siéntate aquí.

Paca se sentó junto al sargento, quien, para darle consuelo, le pasó un brazo por encima de los hombros. La mujer empezó a hablar en voz muy baja, casi al oído. Almirez la escuchaba con la boca cada vez más abierta, sin acertar a decir palabra, tragando saliva de cuando en cuando.En cuanto terminó de contar  y vio que sacaba del escote un pequeño pañuelo de flores para secarse las lágrimas y sonarse los mocos,determinó: «Esto tiene que saberlo el juez». Se puso en pie, se caló el tricornio que colgaba del perchero y la dejó que saliera antes que él. El golpe de la puerta al cerrarse le impidió escuchar la llamada desde la cocina:

« ¡Papá, a comer!»

 

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