Capítulo 1.-
Alfonso el Siciliano había barrido el suelo de la plaza delante de su barbería antes del amanecer, según su costumbre, había apañado la jaula de los colorines y se disponía a colgarla de una alcayata sobre el alféizar de la puerta, cuando se quedó paralizado, inmóvilcomo si el aire fresco de la mañana le hubiese afectado exageradamente, hubiese congelado el movimiento en el ademán de suspender la caja,al oír los gritos: «¡Han matado al arcipreste!, ¡han matado a don Carlos!»Tan solo fue capaz de girar la cabeza para seguir la carrera desbocada de los monaguillos de San Miguel cruzando la plaza hacia el Ayuntamiento.«¡Han matado a don Carlos!, ¡han matado al arcipreste!»— siguieron gritando los niños en el zaguán vacío del consistorio. Desde el fondo del pasillo les llegó un rezongar apenas audible que fue creciendo a medida que se acercaban unos zapatones torpes, y se acabó convirtiendo en el vozarrón destemplado de Bartolomé, el guardia de servicio, que apareció atacándose, con la correa sobre los hombros, a guisa de collera.
—¿Qué hostias pasa?, ¿qué voces son éstas?— dijo, sin saber a quién se dirigía.
— Han matado al arcipreste, repitió Matito, con voz más queda ahora.Salieron los tres a toda máquina hacia la iglesia. Al pasar delante de la barbería se les unió Alfonso, que por fin había logrado suspender los pájaros de la alcayata.
— Te hemos pillado cagando, Bartolo — dijo Matito sin perder el paso. El munipa se giró, sin aminorar el suyo:
—Nene — amenazó — si te doy un bofetón te van a hacer palmas los carrillos del culo. Pero para decirlo, volvió la cabeza sin advertir lo cerca que estaba de la escalinata y tropezó con la primera grada. No cayó, pero con el trastabilleo perdió toda la autoridad
El templo estaba medio a oscuras, iluminado tan solo por la lamparilla del Santísimo en el altar mayor y la creciente claridad del alba, que atribuía a los objetos un perfil apenas definido a través de la vidriera donde se representa al arcángel San Miguel hincando su escarpe en el pecho de Luzbel caído, derrotado. Paca Pinilla, la esposa del Cabo Zurriago, y otras dos beatas de misa temprana que acababan de entrar por la puerta principal corrían a la sacristía. Paca iba unos pasos por delante. Parecía la más alterada. Ninguna de las mujeres cruzó el umbral. Tampoco los niños. Por encima de sus cabezas pudo ver el barbero la figura menuda de don Carlos revestida de púrpura talar, como un obispo. Tenía las gafas puestas, aunque un poco descolocadas. Se hubiera dicho que estaba descabezando un sueñecito de no ser por el cuajo reseco de la sangre que había manado de su cabeza un poco por encima de la oreja derecha. Se oía el aleteo de las moscas que revoloteaban sobre la herida, un sinfín de hormigas rojas deambulaban en hilera, subiendo y bajando por la mejilla, el cuello, bajo la ropa a la bocamanga, hasta la mano para descender después por el pie de la mesa de mármol en forma de copa y perderse bajo una grieta de la tarima, en el rincón adonde dirigía sus ojos la imagen de Cristo agonizante. Bartolo avanzó su cuerpo atocinado hasta el centro de la sala. Para ayudar a sus piernas temblorosas, tuvo que apoyarse en el respaldo del sillón donde el clérigo, como cada noche, se había sentado a contar las ganancias del día, el fruto de colectas y estipendios. «Mientras el Papa ronca en Roma — solía decir don Carlos — los siervos más humildes del Señor velamos por su hacienda». Nunca estuvo claro si la hacienda del Padre Eterno o del Padre Santo.
El arcipreste veía muy mal, pero había aprendido a conocer billetes y monedas por el tacto. Por eso y por no gastar nunca daba la luz cuando realizaba esta faena, siempre a solas. Guardaba el dinero en una caja de caoba labrada en cinco de sus seis caras con escenas evangélicas: Judas Iscariote en la última cena, con una bolsa en la mano, moja su pan a la vez que el Maestro; Judas besa a Jesús en el olivar de Getsemaní; Judas arroja sobre las losas del templo las treinta monedas de plata; Judas colgado de la rama de un árbol seco; los sacerdotes en el Campo del Alfarero. La caja estaba abierta, con la pequeña llave en el ojo de la cerradura, pero en su interior de terciopelo rojo raído por el uso no había nada más que una hoja de papel doblada; de la mano faltaba el rico anillo pastoral; el pequeño altillo acristalado en que se guardan las escasas joyas del tesoro parroquial había sido forzado; de allí había desaparecido la pieza más valiosa, la custodia llamada ‘de las Campanillas’.
El municipal anduvo un par de pasos sobre cristales rotos, descubrió un candelabro de bronce caído a los pies del cadáver, a su lado estaba el solideo un poco chafado, boca arriba, del modo en que queda una montera que augura mala suerte. No quiso tocar nada; tampoco se atrevió a tocar al muerto. En ese instante, sobresaltó a todos la voz de Argimiro, el sacristán, desde la nave:
—Me cago en … — blasfemó en lugar sagrado —, llamad a la Guardia Civil.
(continuará)