Levantaba el cierre el Siciliano, mondándose aún los restos de comida entre los dientes, cuando vio aparecer por la esquina de la calle Mayor la figura de Argimiro, algo zigzagueante y bastante ajada, que se movía buscado lo que hubiera de sombra bajo un sol de justicia. Venía con los carrillos encarnados y la boca rota; intentaba contener con el pañuelo un hilillo de sangre que le nacía de la nariz; traía el cabello desgreñado y falto, como un pájaro en pelecha.
— El cabrón se ha despachado a gusto — se quejó—. Anda, dame agua.
Entraron enLa Antiséptica, salón de peluquería y barbería. Lavados de
cabeza. Fricciones. Gran confort.Todo esto rezaba en la fachada .
Alfonso reclinó para su amigo el que constituía su orgullo, un sillón de barbero Koken, importado de América. El abuelo Julio había ido a buscarlo a Lisboa con la galera de Chicharra, en el año mil novecientos veintitrés. Cuatro meses echaron en el viaje. A saber lo que harían. Iban con las perras justas para pagar el mueble. Para ganarse sustento y camaadmitían pasajeros y mercancías, aunque tuvieran que desviar la ruta; el abuelo peló y afeitó —diez reales por cabeza o tres escudos más allá de la frontera — a cuantos hombres le salieron al camino y, cuando llegaba a una población, si el tiempo lo permitía,montaba un instalache en la plaza, siempre que el lugar no tuviera barbero propio.
De aquella expedición volvieron con la silla,un fado y un plano de Lisboa. El fado solía cantarlo Julio mientras despachaba a los clientes « Eu canto o fado pramim / Já o canteipranósdois / Mas issofoi no pasado» , y le sirvió para ganarse el sobrenombre de Saudade,el plano aún puede verse colgado en la pared de la peluquería, entre la morena y la rubia: Marilyn con las piernas al aire en el cartel de Con faldas y a lo loco y el almanaque de 1978 de la Unión de Explosivos Río Tinto, el retrato de una mujer morena, de escote generoso, con una cántara de agua, unas palomas muertas que le ocultan un pecho y pensamientos rojos prendidos en el pelo. En este plano aprendió Alfonso, siendo muy niño, los nombres mágicos de Alfama, Rossío, Alecrim, Baixa, Chiado… y el gusto por lugares extraños, esta fascinación que aún conserva por el espectro de las ciudades trazado a tinta china en un papel.
— Siéntese usted aquí mismo, a ver si lo podemos enderezar.
Les vino a la cabeza su primer encuentro, enla escuela de doña Carmen, la de párvulos, una mañana de septiembre, cargados de legañas y de miedo. Huyendo del ajetreo, fueron a dar al último rincón del patio, y allí se pusieron contra la pared, muy juntos, sin mirarse ni decir una palabra, sintiendo el empuje de sus hombritos huesudos, el contacto de la piel ajena, tan reconfortante. Al final de la mañana se fueron a casa cantando a dúo, compañeros de armas de un minúsculo ejército, solo ellos dos, el himno que siempre acompañaría sus salidas de clase a mediodía:
«Las doce están dandoy el Niño llorando.¿Por qué llora el Niño?Por una manzana.Yo le daré una.Yo le daré dos.Una pa la Virgen,otra pal Señor
y otra para el Niñoque está en mi corazón» .
Han permanecido así desde entonces, ofreciéndose el hombro, a pesar de que la vida muchas veces los ha llevado por caminos divergentes.
Le lavó las heridas despacio, con una toalla vieja empapada en vinagre rebajado con agua fría y, tras desinfectarlas, las fue restañando una por una con el lápiz de alumbre que utiliza para secar los cortes que rara vez produce a los clientes. Le cubrió el rostro con compresas de agua oxigenada y le mandó estarse quieto.
El cuerpo no lo tenía muy mal: un cardenal debajo de la tetilla derecha y señales de algunas patadas en las espinillas. Zurriago había amenazado con machacarle los cojones, pero, al parecer, no se los había encontrado. Después de aplicarle durante más deuna hora sus depuradas técnicas policiales, lo había tenido que dejar en libertad por orden del juez, sin que hubiera podido arrancarle ninguna explicación, ninguna pista acerca de dónde se encontraba cuando los niños descubrieron el cadáver, ni por qué no había entrado en la sacristía antes que ellos, siendo él quien abría la iglesia.
No podía decirlo porque se lo impedía su honor de caballero y porque eso sí que le habría costado perder sus atributos. De saber Cienfuegos que estaba en el coro, en lances de amor con Paquita, lo habría emasculado sin remedio.
— ¡Hijo de puta! — exclamó Alfonso —. ¡Con la mujer del picoleto! Tenía razón Tirillos. ¿Desde cuándo te la estás tirando?
Aquella iba a ser la primera, aunque llevaban planeándolo casi dos meses.
Paca y Bernabé habían salido, una noche de finales de junio,a tomar algo con unos amigos. Estaban sentadosen la terraza del Casino. Sobre la mesa: carrilleras de ternera en salsa, michirones, patatas con ajo, una ensalada de tomate con olivas de cuquillo, morcillas y salchichas de Mula, queso de cabra del campo de Moratalla, vino de Bullas y una jarra de la Estrella, de barril.No había mucha gente en la calle. APaca le llamó la atención un desconocido que echaba la llave de la iglesia y cruzaba la plaza hacia ellos.Tenía algo que le resultaba familiar. Al llegar a la altura del grupo volvió la cabeza. Se encontraronsus ojos. Ningunode los dos tuvo dudas. Fue como un bofetón de pasado después de tantos años.No pudieron conciliar el sueño. Él pasó la noche vestido, de pie frente a la ventana, acariciando la llave dentro del bolsillo. La llave que hasta entonces tenía decidido devolver a don Carlos. Aquel descubrimiento le había hecho cambiar de opinión(«Paquita, ¿a qué hora vas a misa mañana?». «A las siete y media, Bernabé»). Cualquiera podía ir a la iglesia sin levantar sospechas,a nadie le parecería extraño que hablase con el sacristán.Ya idearía un sistema más discreto para tenerla cerca. Mientras daba vueltas a estos pensamientos no perdía de vista la aguja del reloj de la torre, que a cada minuto avanzaba con un pequeño salto. Estaba enfebrecido. Le podía la impaciencia. Tenía que hablar con ella, saber lo que pensaba, qué recuerdos tenía, qué deseos. La vista fija en la esfera, la obsesión por las horas, los minutos, los segundos que no acababan de pasar. Sudaba. Un sudor como gotas de tormenta que corría por su espalda hasta formar un charco a sus pies. Esperaba que llegaran las siete, la hora de abrir el templo para la misa temprana.
También ella sudaba. Se acostó para no tener que dar explicaciones al marido, pero toda la noche estuvo nadando en su transpiración, dando vueltas, bailando su desvelo por encima de los ronquidos del guardia, hasta que oyó pájaros y se tiró de la cama.Comulgó con los ojos puestos en los de Argimiro, con los ojos abiertos como dos pozos esperando la lluvia, con los mismos ojos como dos lágrimas sólidas con que le mirara mucho tiempo atrás, cuando por primera y única vezhabíanentrelazado sus cuerpos desnudos.Después se quedó, comosi estuvieserezando,delante de la imagen de la Rogativa, hasta que una a una, portazo a portazo, persignación a persignación, las beatas se fueron marchando, salieron los niños, se despidió don Carlos.
El sacristán, se había demorado en sus tareas para no perderla de vista, pero ahora no sabía qué hacer. Entonces ella se dirigió tranquilamente al confesonario más escondido, se arrodilló en un lateral y estuvo esperó hasta que Argimiro comprendió y se deslizó dentro del cajón de penitencia. Así pudieron hablar en privado de una forma que se convertiría en costumbre. Se iríancontando,en capítulos cortos, los avatares de sus vidasdurante los quince años transcurridos desde el día en que Argimiro, cuando pretendía verla, recibieraaquella extraña amenaza —on va te couper les mains—que le hizo huir, escapar como un cobarde de Ginebra, sin poder comunicar con ella, sin que volvieran a tener noticias uno de otro.
Cada día, después de la misa, un ratito de charla. Confesando el deseo aún intacto, planeando cómo hacer para poder tocarse, encontrarse sin ser descubiertos en aquella ciudad donde los ojos de todos sus habitantes estaban siempre alerta, controlando el devenir de los vecinos.
Uno de aquellos días de confesión, después de que Paca se hubiera marchado y tras un tiempo de prudente espera, Argimiro se disponía a salir del confesonario que les servía de amparo, cuando oyó al otro lado de la rejilla el roce de un velo almidonado y un «Ave María Purísima»susurrado que lo dejó sin gota de sangre en el bolsillo.
— Sin pecado concebida — tartamudeó, tras un momento de vacilación, tratando de escapar hacia delante.
— Acúseme, padre — prosiguió Periquita — he pecado con el pensamiento y la obra.
— Dirás, de pensamiento y obra —la corrigió el sacristán mientras se hacía cruces,pensaba: Dios mío, en la que me he metido, y se disponía a escuchar la confesión de la mujer. No quedaba otra
—. ¿Qué pecados son esos que te atormentan?
— He deseado que el demonio vestido de blancose metiera en mi cama. ¿Sabe Vd. quién es Juanito?
Pues claro que lo sabía. Lo sabía toda Europa.
— Continúa, hermana, continúa. Déjate de rodeos.
— Un día lo vi jugar, en la tele. Tan rápido, tan valiente, tan listo, tan guapo…que me aficioné al fútbol. Todos los domingos, el partido televisado, y luego, Estudio Estadio y a la cama con El larguero. Empecé a leer el Marca a escondidas, que no se diga que una mujer pueda caer tan bajo. Se lo encargo a mi sobrino el Zoco, el que es monaguillo. No lo compro. Me coge los que sacan del casino a la basura, y yo lo leo a escondidas de mi hija.
— ¿Pero eso qué tiene de malo, mujer?
— No lo sé. No lo veo apropiado para una señora.
— Apropiado no es para nadie. Pero todos tenemos cosas que callar. Estate tranquila.
— ¡Ay! Tranquila. ¿Cómo voy a estar tranquila, si hace meses que notengo descanso?
— ¿Duermes mal? Eso es el calor, no te preocupes.
—¡Qué calor ni qué ocho cuartos..! ¡El Juanito! Que lo veocada nochemetido en mi cama. Recibe el balón pegadito a la banda. Avanza corriendo como un gamo, con el enorme pelotón por delante, regateando sin cesar entre mis piernas, cada vez más cerca de la meta. Y consiento, padre, no vigilo mi marco, no cierro mi defensa. Sé que Juanito es el diablo, y yo consiento,me dejo llevar, y grito como una forofa cuando consigue marcar. Pero luego llega el despertar, el nuevo amanecer, la mañana siguiente, la luz del día que descubre mis sábanas sucias, y tengo miedo, me asusta el fuego eterno, la condena sin fin, por los siglos de los siglos . Necesito el perdón. Necesito consejo. ¿Qué puedo hacer para salvarme, para redimir mi alma pecadora?
— En el pecado llevas la penitencia, fue lo único que se le ocurrió decir, y prosiguió: desde ahora, cada vez que ese hombre marque un gol, tú tendrás que rezar un rosario. Lo iba a dejar así, deseando que la mujer se marchase cuanto antes, pero le asaltó una idea peregrina.
— Una cosa más. ¿Tú sabes si Juanito fuma?
— Sí, padre, sí. Fuma a escondidas después de los partidos. Ducados.
— Eso es una señal. Un mandato divino.
Había decidido sacarle alguna rentabilidad a la situación,Así que siguió en su papel de confesor:
— Aparte de rezar por tu salvación, harás ofrenda al sacristán de un cartón de Ducados.
— ¿Eso para qué?
— Para que él lo reparta entre los ancianos del asilo.
— ¿Al sacristán? ¿Por qué? — preguntó — ¿No es mejor que yo misma se lo lleve a las monjicas?
— No hija mía,no. La buena caridad ha de ser anónima. En realidad, no eres tú, ni soy yo, ni es el sacristán quien provee los cigarros. Es la Divina Providencia la que concede sus bienes, aunque se sirva para ello de nuestras humildes personas. Tú has de traer el tabaco los viernes, entregárselo a Argimiro discretamente y él se encargará de repartirlo el sábado. Si algún día, por la causa que sea, no pudieras traerlo a la iglesia, no tienes más que mandar a Sabina que cruce la plaza y se lo deje al barbero, él ya estará avisado. Y no te olvides de lo más importante: la donación ha de ser anónima para que sus efectos obren sobre ti, sobre tu alma, así que, a las monjas, ni palabra, que te descubrirías.
Periquita se levantó un poco confundida. Parecía que ya se marchaba. Argimiro empezaba a respirar tranquilo, pero vio que, de repente se daba la vuelta y volvía:
— ¿Quién es usted padre, que no lo conozco?
El sacristán dudó un momento, pero acertó a decir:
— Soy don Antonio, el cura de la Asunción, que estoy ayudando.
— ¡Ah!, don Antonio. Pues muchas gracias y que tenga un buen día.
— Lo mismo te deseo, hermana, que tengas un buen día en la gracia de Dios.
La mañana de auto, Argimiro se encaminó a la iglesia una hora antes de lo que solía, todavía era de noche las calles estaban desiertas, solo se cruzó con un desconocido, un hombre alto que hacía deporte, corría las empinadas cuestas a buen ritmo. «Buenos días». «Buenos días». Tan temprano y ya bajaba del castillo. Abrió la puerta pero, en contra de su costumbre, nose dirigió a la sacristía. Eran otros los planes. Cruzó la puerta por donde se accede a la escalera del coro.A la derecha, sobre el hueco que ocupa la pila bautismal y el pequeño atrio que protege la puerta trasera, hay un almacén donde se guardan algunos trastos de poco uso: los uniformes de los sayones, los pendones de las hermandades, algún que otro santo menor en mal estado de conservación, en espera de tiempos mejores que permitan restaurarlo, y una multicopista vietnamita que perteneció a la HOAC y ahora nadie usa. Al fondo, separada del resto por una puerta muy baja, como de una alacena, hay unaestancia de la que solo él tiene conocimiento y llave. En ese cuarto tenía su padre “la oficina”, un rincón tranquilo donde perderse del mundo. Allí había pasado Argimiro muchas tardes de infancia haciendo deberes.Ahora le servía para echarse la siesta, leer, o escribir aquellos poemillas líricos a los que tan aficionado es. Había una mesa camilla, un sillón orejero, una pequeña estantería con algunos libros y LPs, un tocadiscos y una cama turca en el rincón más discreto, detrás de unas cortinas. Encendió unas velas, para crear ambiente.
Hacia la guarida del lobo fue directamente Paca. Había salido para misa antes de hora. Su marido estaba de servicio y no aparecería por la casa hasta la hora del almuerzo, así que se marchó sin hacer ni siquiera la cama. Cuando llegó al templo, entró con sigilo. Hizo un rápido examen de los bancos y no vio a nadie. Todo parecía salir según los planes.
Argimiro la esperaba en el descansillo, la condujo al refugio que había preparado. Se notaba que estaban nerviosos. Apenas hablaban. Ella se puso a curiosear los libros, por tener ocupadas las manos. Descubrió el tocadiscos: «¿Este cacharro funciona?» Repasó los discos, los miró todos y volvió atrás. Eligió uno. Sonó el chisporroteo que siempre acompaña las primeras vueltas de los vinilos y enseguida, a poco volumen, ÉdithPiaf(Non, je neregretterien)
— ¿Bailas?
— No, no sé bailar.
— Eso ya me lo dijiste una vez… y bailamos.
— Bailaste tú, yo me dejaba llevar.
— Déjate llevar ahora.
— Ahora es distinto, ya hemos crecido.
— No seas tonto. Ven.
Argimiro, obediente, fue e intentó dejar que lo llevara. Pero apenas conseguía mover los pies.Le podía la tensión que le causaba su torpeza bailando,el temor a pisarla, la emoción del encuentro. Y le podía, sobre todo, la excitación que le producía tener entre sus brazos, por primera vez en mucho tiempo, un cuerpo vivo, ahora que los muertos eran parte de su oficio. No podía concentrarse. Se veía en una nube, disfrutando del abrazo, el contacto con la mujer, después de tantos años. Pero los nervios lo tenían agarrotado, más tieso que una escoba y mudo. Su pensamiento volaba en el tiempo y el espacio, de presente a pasado, de Muralla a Ginebra, impulsando sus alas sobre el viento de dos frases en francés: Je neregretterien.Ni le bien qu`onm`afait, ni le mal. Toutçam`est bien egal, que sonaba en sus oídos ahora,mientras no se atrevía a iniciar las caricias, y aquella otra frase misteriosa: On va te couper les mains, con la que le habían hecho huir, que tantas veces había resonado en su cabeza, reprochándole su cobardía…
Paca echó la cabeza hacia atrás para mirarle a la cara. Sonreía: «Hijo mío, qué serio. Si lo sé no vengo». Y le plantó un beso. En ese instante comenzaron los gritos, las carreras. La mujer, sobresaltada, se apresuró escaleras abajo, se acabó de recomponer las ropas y el pelo y salió a la nave; inspeccionó la plaza desde la puerta principal, los muchachos estaban dentro del ayuntamiento, pensó en escapar, pero en ese momento vio que subían las gradas doña Periquita, la del estanco, y su hija Sabina, que todos los días eran las primeras en arrodillarse ante el Santísimo. Lo tenían a gala. Paquita se encaminó hacia la sacristía, detrás de ella, las estanqueras apresuraban el paso renqueante « ¿Qué pasa, pero qué pasa?», preguntaban.
Argimiro se había quedado en el almacén, esperando el momento oportuno para dejarse ver.
Comandancia de Puesto de Muralla
Expediente 4/89 – Caso el color púrpura.
Robo con violencia. Asesinato con nocturnidad.
Documento 2.-
Declaración del testigo ARGIMIRO LARRASA GALVÁN.
Siendo las doce horas y algunos minutos, una vez personados en el lugar de autos el sargento Almirez y la pareja formada por los guardias Carmonay Víbora que nos dan el relevo arreamos con el conducimos al cuartel al testigo nombrado en el encabezamiento del presente pliego, quien al negarse a declarar cuando le fue solicitado, nos obligó a proceder con toda la dureza que las ordenanzas ordenandejan permiten. De interrogar al testigo se encarga el guardia Chícheri acompañado por yo mi servidormi persona.
Para que conste en documento oficial a fin de evitar acusaciones, sospechas o sanciones, antes de que se nos pudiera solicitar algún tipo de explicación sobre lesiones que el testigo pudiera presentar, queremos manifestar y manifestamos
Que a pesar de estar esposado, el llamado Larrasa sufrió varios ataques de ira que le arrastraron a golpear repetidamente su cabeza contra las paredes y dar patadas a una silla, produciéndose heridas de diversa consideración. Tan fuera de sí estaba el insurrecto interfecto, que la fuerza de dos hombres de complexión media no fue suficiente para evitar que se autolesionara.
Dada la actitud poco colaboradorativa del sospetestigo y que el interrogatorio fue interrumpido por la entrada de un oficial del juzgado portando una orden de inmediata puesta en libertad del detenido, manuscrita de la propia mano del juez Sr. Juez y firmada, cuando el pollo estaba ya casi guisado, conseguimos el testimonio que se trascribe
DECLARACIÓN DEL DETENIDO TESTIGO ARGIMIRO LARRASA GALVÁN
1.- Preguntado por su nombre, el detenido responde: «¿Mi nombre común o propio?, pues si se trata del primero tengo infinitos, entre los que destacaría hombre, profesor y, desde no hace mucho, sacristán, por no cansar, en cuanto a nombre propio no hay lugar a la confusión, pues mi padre fue escueto y solo me puso uno, el del mártir San Argimiro de Cabra».
(Nota: según dos versiones de los hechos, a) aquí cayeron las primeras bofetadas de Zurriago o b) aquí se lanzó el sacristán a golpear la cabeza contra la pared).
Anoto: Argimiro, sacristán.
2.- Pregunta ¿Nombre de los padres?
Respuesta: «Siendo un hecho probado por la ciencia y admitido por la generalidad de los mortales, que los seres humanos nacemos de una sola madre, sin posibilidad de error, a menos que te abandone o se produzca alguna negligencia o trueque en la maternidad, que no puede ser el caso, pues vi la primera luz sobre la cama grande, en casa, puedo afirmar que mi madre es Candelaria Galván Moya. En cuanto al padre, si bien genéticamente solo hay uno, la vinculación entre realidad y apariencia no puede garantizarse plenamente, por lo que siempre podríamos tener más de un candidato a emisor del espermatozoide veloz, pero en aras de la buena fama de mi adorada Cande y valorando la buena relación que como matrimonio siempre mantuvieron, apostaré por el difunto Fernando Larrasa, que costeó mis estudios, por lo que le debo gratitud».
(Nota 2: se repite lo señalado en nota uno, en sus dos versiones
En este punto, si hemos de creer al sacristán, Chícheri agarró fuertemente por los pelos a Argimiro, tirando de ellos hacia atrás, obligándole a que arqueara el cuerpo, dejando su vientre adelantado; el cabo, con la mano abierta le propinó un fuerte golpe sobre el pecho.
«A ver si ahora sigues siendo tan cachondo. Ja jaja. Este chiste sí me gusta. Saben aquel que diu..?») Chicherí volvió a su máquina de escribir y siguió tecleando
3.- Preguntado el sujeto por la hora aproximada en que había abierto la puerta de la iglesia responde«que no lo sé. Recuerdo que anoche me acosté después del telediario, el alma se serena y cierre de la emisión y hoy me han arrestado ustedes, porque se les ha puesto en el respectivocapullo, hacia las ocho de la mañana, así que anote: entre las 24.00 horas de ayer y las 7.15 horasde hoy. Naturalmente referido a nuestro huso horario, pues si abstraemos la idea de espacio distancia podría señalar cualquier hora y no mentiría, pues todas serían ciertas en algún rincón del globo».
(Nota tres: el trabajo se concentra en las espinillas)
4.- Preguntado por la razón por la que no se había pasado por la sacristía, responde: «Se une aquí el azar que rige nuestras vidas, con la ausencia de necesidad, pues antes de que llegase el oficiante vendrían los acólitos, dos chiquillos muy espabilados, que son los que acostumbran a preparar lo necesario para el culto».
La declaración se suspende en este momento por indicar el detenido testigo la perentoria urgencia de ir al baño. Aguas mayores, precisa. Advierte de la ausencia de papel y envío a mi subalterno a coger un rollo del armario delas escobas.
Satisfechas sus necesidades fisiológicas, interrogo al sujeto acerca de si conoce a mi esposa, a lo que responde canturreando algunas palabras de una conocida copla: «Ojos verdes, verdes, con brillo de faca que se han clavaíto en mi corazón…» Y prosigue: «No debemos llamar nuestro a aquello de lo que no estamos seguros de que nos pertenezca. Y menos decir ‘mi’ mujer, cuando sabemos que las mujeres, al igual que los hombres, son suyas y no de nadie, y son libres para elegir con quién quieren pasar la próxima hora, los próximos años o el resto de sus días… En cuanto a Paquita… ¿qué quiere que yo le diga?, la veo por la iglesia, es cierto, pero no puedo decir que la conozca».
En este punto se interrumpe la confesión del testigo, a quién se permite salir de las dependencias por orden del señor Juez.
Dado en Muralla, a 25 de agosto de 1989
(El testigo se niega a firmar «Firma tú Zurriago, que tienes más gracia», son sus palabras).
A pesar del indulto concedido por el juez, Argimiro no se libra de la última caricia, el bofetón que le hará sangrar por la nariz. «A mí tú no me tocas los cojones, enterao» —aduce Bernabé como argumento.