Después de una semana de investigaciones, peinando el terreno milímetro a milímetro, poniendo cuidado en no fumar, por no provocar un fuego que destruya pruebas, y de interrogatorios a los vecinos, el expediente ha engordado un poco, con algunos documentos nuevos, pero la investigación sigue prácticamente en el mismo punto. No encuentran hilo del que tirar, como si el autor hubiese sido un fantasma: ni huellas, ni restos, ni explicaciones de cómo pudo entrar y salir con la iglesia cerrada… Las únicas huellas que se han encontrado son las de Bernabé, que descuidó el protocolo y plantó sus manazas en el candelabro para recogerlo del suelo.
Se ha creado un comité local de seguridad, bajo el mando del concejal de Policía, Tráfico, Cementerio y Matadero, en el que se ha integrado, junto a la Benemérita, a todo aquel que huela levemente a autoridad, empezando por los municipales, que alguna tienen, siguiendo por los que visten uniforme —forestales y guardas de la huerta—, algunos voluntarios, la mayoría pertenecientes al antiguo Somatén, con la esperanza frustrada de que se repartieran armas, y Paco el de la autoescuela, que no hace más que preguntar «¿yo, por qué?, a ver, ¿por qué yo.
Se ha pedido la colaboración de los vecinos y vecinas que puedan aportar algo. De momento las comparecencias son voluntarias, por lo que la mayor parte de los declarantes son jubilados que se dejan caer por el cuartel y se quedan si ven que no hay mucha cola. Por motivos de seguridad han habilitado un cuarto donde los testigos depositan sus pertenencias, un cuarto que huele a ajo, cebolla, bacalao y queso; en el que abundan las capazas de la compra, de las que sobresalen manojos de acelgas, barras de pan, pencas de cardo y apio y algún que otro ramillete de clavellinas que pone una nota de color. Son ya muchos los que han declarado, pero nadie sabe nada que Almirez no sepa. Los interrogatorios son desesperantes, los testigos van a su aire, no hacen caso a las preguntas y repiten, como si se hubieran puesto de acuerdo, un modelo de declaración que sería, más o menos, como sigue:
— ¿Nombre?
— A mí me dicen la Caparrota, por mi padre y por mi abuelo, que también eran Caparrotas, va usté a saber por qué.
— No mujer, no. Su nombre y apellidos de verdad, los que pone en el carné.
— Mariá el carné. Si yo no sé leer. Qué vi a saber yo de lo que reza en el carné. Tome, léalo usté mismo.
— Déjeme ver. ¿Es usted Benilde Martínez Soria?
— Sí, señor. Para servir a Dios y usté. Asín me dicía mi señorita, de Ulea. Pero si preguntan por esa en mi calle, nadie le va dar razón. Pero pregunta usté por la Caparrota y tol mundo sabe quién soy. Si no s’enquivoca y le pregunta usté a un forastero. Que pue ser que no lo sepa. Qué lástimica don Carlos, el probetico, tan bueno quera, un santo, y acabar asín, ¿quién habrá sío?, alguien de fuera, seguro, aquí ladrones no hay, cuanti menos, asesinos; pero ¡si están las puertas abiertas y no pasa na nunca! Que te vas a la tienda, hacer un mandao, y alguno viene a la casa y denseguida las vecinas, pase usté y estese un momentico que ahora mismo viene, y salen a buscarte y te encuentran y Benilde, que hay un hombre en tu casa, que pregunta por tu Evelio, para mí que es uno de por esos Murcias, uno que viene a venderte alguna cosa. Yo no compro de na, ya lo sabe, que a mí no me gusta esta gente que te se mete en la casa, sin conocerlos, ¿qué decía?, ¡ah! sí, el probe don Carlos, tan buenetico, un santo, y tener que acabar asín desa manera ¿quién habrá sío? No, yo no sé na. Lo que dicen…; pero na. ¿Y ustés?, ¿saben ustés algo?
La Guardia Civil está siendo más caminera que nunca: ha recorrido el término del pueblo y adyacentes, ha levantado piedras, bajado a pozos, visitado cortijos y caseríos, ha registrado establos y pajares. Todo en vano. El único resultado palpable no tiene relación aparente con el caso: han descubierto a un anciano, Jacobo el Necio, oculto desde hace más de cincuenta años en un zulo, en el Molino Viejo. Ignorante de la amnistía que perdona a los desertores de la Guerra Civil, o acostumbrado a la soledad, se resistía a volver a un mundo ajeno al que dejó cuando inició su encierro. Un mundo que ha ido conociendo a través de la radio y de una tele en blanco y negro que sus hermanas le metieron en el nicho, y que al final lo ha delatado. Cuando la pareja interrogaba a la familia, pudo oír el volumen excesivo con que el hombre, algo sordo y muy confiado, veía el telediario a mediodía. Siguiendo el cable de la antena, advirtieron que se perdía por un agujero en el suelo, junto a una pequeña trampilla. Así fueron a dar con el sótano, y con el anciano, pálido como un cadáver, vestido con un traje raído, que bien pudiera ser el mismo traje de pana negra que llevaba el día en que empezó su retiro. Estaba sentado en una silla sin culo, los pantalones arrugados en las corvas, sobre un caldero de zinc en el que hacía de cuerpo.
— ¡Pijo en dios! — dijo el hombre —, toa la vida encerrao y me tenís que pillar con el culo destapao.
— Alto a la Guardia Civil. Quédese donde está y no se mueva.
— No hay cuidao, de aquí no me meneo. Tengo las patas entumías y los calzones por los espinillas, ¿ande voy asín? Y questánostés en la trampa, ¿cómo quieren que salga?
— ¿Y usted qué hace aquí?
— De cuerpo, pijo, ¿es que no se ve? Estoy arregostao a esta hora y aunque los he sentío llegar, no me podío estar.
— ¿Que qué hace usted aquí de continuo?
— ¿Pos qué vihacer? Aquí vivo… na menos qu’ endel año trinta y sais.
— ¿Y eso cómo es?
— La guerra, muchacho, que me daba muncho reparo. Asín que m’encerré aquí, cal molinero, que se hablaba con mi hermana. Que vinieron unos de Calasparra a buscarme a mi casa, pero yo allí nostaba.
— Vamos a ver. Un momento. ¿Nombre y apellidos?
— Yo me llamo Jacobo Navarrete García, pero eso no lo sabemos na más que dos u tres, porque a mi tol mundo me dicía Jacobo el Necio, porque de pequeño yo era mu cabezón y si me se metía alguna cosucha en la camota no me se ponía na por delante, yo tajo parejo hasta salirme con la mía. Dije que no iba a la guerra y aquí estoy, sin guerra. Y eso que estaba en el servicio, en Lorca. Pero me pilló de permiso y no golví.
— ¿Y sabe usted cuando nació?
— Pos cómo no lo via saber. Yo, mi cabo, nací el dicisáis de enero de mil nuevecientos once, en el cortijo de las Murtas, de Moratalla, que mi madre estaba allí de moza y se quedó de mí. Me cristianaron en la iglesia del cortijo. Pero se fueron descuidando y no me apuntaron en el juzgao hasta el año catorce, que por eso entré al servicio con la quinta del trentaicinco.
— ¿Y usted no sabe que la guerra se acabó hace mucho?
— Vaun capullo ¿no lo via saber? ¿Es que no veo la tele? Y questoyperdonao, también lo sé.
— ¿Entonces, por qué no sale?
— Pos a lo primero, porque me recelaba que era un embuste p’hacernos salir y’encima no me acordaba si yo era de Franco o de Negrín, y dispués porque aquí sestaba a gusto, sestaba entretenío, a lo primero sintiendo la radio y a luego la tele. Y m’habíaacomodao a no discutir…
— Pues mañana tendrá usted que subir al cuartel a arreglar los papeles.
— Bueno, hombre, bueno. Lo que usté diga. A lo mejor ya va siendo hora de dar giro… Yo mañana me afeito y me pongo limpio. Pero va tener que venirse mi hermana, que yo no m’acuerdo del pueblo.
Así que saber, no saben nada. Como única pista tienen el papel que recogió el cabo en la sacristía y una declaración de dos policías municipales.
Expediente 4/89 – Caso el color púrpura.
Robo con violencia. Asesinato con nocturnidad.
Documento 3.-
Declaración del Agente de la Policía Municipal y Caballero Mutilado de Guerra, don SEBASTIÁN GUILLÉN VÉLEZ, más conocido como ‘el Tuerto’ debido a las heridas recibidas con ocasión de la Gloriosa Cruzada Guerra Civil.
La noche antes de que apareciera muerto don Carlos, estábamos yo y mi compañero el Garrancho, en la puerta del bar del Moreno. Se lio una discusión dentro del bar y el Garrancho dijo de irse antes de que se formara la pelotera. Total, no nos iban a hacer caso…, que vinieran los Civiles. Así que cogimos el camino de la plaza y arrodeemos la iglesia para meternos por calles más oscuras. En esto que vimos un motocarro parado en lo oscuro de cara al Empedrao.
— ¿Pos ande irá el Pepe de la María el Puro a estas horas?
— Ese no es el Pepe
— ¿Cómo no va a ser, si no hay más motocarro que el suyo?
— Di lo que tú quieras, pero ese el Pepe no es.
Ganas nos dieron de volvernos al bar del Moreno, por si hacíamos falta, pero hicimos de tripas corazón y nos acerquemos. Había un hombre dentro. Parecía muerto, pero roncaba, asín que no. Lo despertemos: «Buenas noches, buen hombre. ¿Qu’estáusté haciendo aquí astas horas?». Se despertó: «¡Válgame el chucho la vaca! Que me he quedado traspuesto». El hombre explicoteó que había venido a comprar unos chinos, que el hombre que se los vendía le había dicho que lo esperara donde mismo estaba, pero llevaba allí toda la tarde y no se había presentado nadie. Como se le había hecho de noche y no quería gastar en posada, había sacado la talega, se había comido un trozucho de magra con pan y un tomate partío con sal y estaba dando una cabezá, esperando que amaneciera para tirar para Calasparra.
Total, que la cosa se quedó así, pero hemos estado preguntando a los que venden marranos y ninguno es el que el tío del motocarro decía que le había dicho que lo esperara. Que, vamos, que a lo que se ve, a comprar no venía. Al menos chinos. Así que sospechamos que a lo mejor el hombre tenía algo que ver con el asesinato.
Era un hombre normal, no muy alto ni muy bajo, aunque como estaba sentao…, una miaja gordo y sin bigote ni barba, pero mal afeitao. Calvo no sabemos, que llevaba gorra y no se la quitó.
Refrenda lo declarado su compañero de cuerpo Ginés Sánchez Navarro, más conocido como Garrancho, quién añade a lo declarado: Yo me acuerdo de algunos números de la matrícula de atrás, pero la de alante, como estaba en lo oscuro, no la vi.
Dado en Muro de Palos, a 27 de agosto de 1989.
Firmado (ilegible) (ilegible)
El cabo está empeñado en detener a Tirillos, pero el Sargento no lo tiene nada claro. No quiere que Bernabé aproveche para sacarse alguna espinita de las que tiene clavadas por los desacatos que Tirillos le ha hecho sufrir, que le haga pagar el recibo de la cofradía que no hace mucho le presentó.
— ¡Déjame que detenga a Tirillos, mi sargento.
— A ese no le vas a sacar nada, que ya lo conoces.
— Tú déjame que sacuda el almendro
— ¿A ver si caen nueces?
— A ver si cae algo. A lo mejor sabe más de lo que nos creemos.
— ¿Y con qué excusa? Algo habrá que poner en la orden, para que dé su permiso el juez.
— Los carnavales. La comparsa de la Romería. Una falta de respeto a la iglesia. Puede que odio.
— ¿Tú te crees que eso cuela?
— Tiene que colar. Si no, a ver qué hacemos.
— Mira lo que vas a hacer. Te vas a coger la orden, bien escrita, sin tachones ni faltas, y te vas ahora mismo al juzgado, y convences a don Dionisio de que es una buena pista. Tú que conoces bien la historia.
— ¿Da su señoría su permiso? —Preguntó Bernabé, cuadrándose militarmente, sin cruzar la puerta que acababa de abrir, después de haberla golpeado suavemente y una vez que de su interior se oyó la voz que le autorizaba.
— Adelante, mi cabo, adelante. No sé cómo puedes decir ese trabalenguas de su señoría su permiso sin equivocarte.
— Es lo correcto, su señoría.
— En la sala no diría yo que no, pero aquí, no digo que me llames Mecedora — riendo ante la sorpresa del policía—, pero Dionisio, o don Dionisio, para ser más formales, sería bastante.
— Como usted mande, don Dionisio, como usted mande
—¿Te deja que te sientes el espíritu castrense o lo has somatizado en forma de hemorroides?
— ¿Perdón? ¡Ah!, no ¿prefiero estar de pie, don Dionisio. Será un minuto. Firmar una orden de arresto y ya lo dejo con su trabajo
— Me temo que va a ser algo más de un minuto. Venga, siéntate. Es una orden. Luego hablamos del arresto. Ahora quiero que veas algo.
El juez abrió una carpetilla de archivo que tenía sobre la mesa y sacó algunas fotocopias de recortes de periódicos. Le mostró a Bernabé la más grande.
— ¿Conoces a este hombre?
— Creo que no. Es un faquir ¿no?
— Fíjate bien, en la cara. Mira esas patillas
— Anda, la leche (con perdón) Sotero, el del gimnasio
— ¿Tan amigos que sois, y no sabías que había sido faquir en un circo?
— La primera noticia, señoría, lo juro. Dice que fue emigrante, pero nunca me ha dicho en qué trabajaba.
— Pues entonces mira esta. A ver si conoces a la muchacha que le recoge la capa.
— ¿Paquita? ¿Qué coño es esto? ¡Perdón, Señoría! ¡Esta es Paquita! ¡Conoce a Paquita! ¿Y por qué no lo han dicho?
— Francisca Pinilla, efectivamente, en esta época, Madame Ponayotova , en el Europa Circus. No sólo se conocen. Trabajaron juntos y son primos. Si tuvieron otra clase de relación lo ignoramos, igual que ignoramos por qué ocultan su parentesco. Mira estos documentos. Tal vez te aclaren algo. Y perdóname un momento. Mientras echas un vistazo voy de excursión al baño. Hasta que llego…
Salió el juez, apoyándose en un bastón que le ayudaba a mejorar la compostura y con una media sonrisa socarrona que parecía significar «hay que ver cómo me gusta la cara que se te está poniendo». Mientras tanto, el cabo ojeaba los papeles que más llamaban su atención. Fotos en periódicos de ciudades de toda Europa. Se paró a examinar con detalle una de un diario en alemán, el Kronen de Viena. En ella se veía a Sotero con una especie de pañal cubriendo sus vergüenzas, haciendo el pino en el extremo de un rollizo que mantenían entre cuatro hombres, con el único apoyo de la punta de una daga entre sus cejas. Sobre la pista, Paquita, embutida en una malla que acentuaba su belleza, parecía bailar para aliviar la tensión del público.
En Viena, precisamente, conoció Bernabé a su esposa. Estaba destinado en la embajada. Una mañana se presentó una muchacha muy alterada. A pedir asilo. Pero el funcionario que la atendió le dijo que lo suyo era un asunto particular, que no había lugar al amparo de la embajada. Salió llorando y sin saber muy bien a dónde ir. Llevaba una pequeña maleta con algunas pertenencias, un poco de dinero y mucho miedo.
— ¿Qué te pasa, chiquilla?
— ¿Me dice usted a mí?
— ¿A quién va a ser? A ti o a ese gato, y el gato habla alemán. No entiende ni papa de español.
— Pasarme, no me pasa nada. Bueno. Sí, que necesito un sitio para dormir que no sea muy caro y no sé a dónde ir. Aquí no me entiendo con nadie.
— No me extraña. Yo casi que tampoco… y va para un año que vivo aquí.
— Yo, francés, sí, pero alemán… como que no.
— ¿Tú quieres hacer lo que yo te diga? Tú te vas a ir aquí a la vuelta a un cafelito que hay en la Belvederegasse, que hay una camarera española, y me esperas. Le dices que vas de parte de Bernabé.
— ¿Bernabé?
— Bernabé, sí. No te vayas a reír. Que yo, de aquí a dos horitas he terminado la guardia y te voy a llevar a una buena pensión.
— ¿Tú no me estarás trajinando para luego..?
— Que no, mujer, no seas mal pensada. Tú espérame y estate tranquila.
— Belvedere, ¿no?
— Sí, a la vuelta. Busca a Rosi.
Cuando Bernabé llegó al café, Rosi había conseguido para Paquita una habitación con derecho a cocina en la casa donde ella vivía, un adosado con jardín en Penzing; y Paca había conseguido del dueño del café que la dejase cantar entre las mesas para sacarse unas monedas. Antes de doblar la esquina le llegaron los lamentos de la copla: «No tienes que darme cuentas, a ciegas yo te he creído, yo voy por el mundo a tientas, desde que te he conocido».
A partir de esa tarde, durante cuatro meses, Paquita fue Carmen Canela, la joven tonadillera llegada de las cálidas tierras de Andalucía, que cada noche de nueve a diez, interpretaba un repertorio de grandes coplas, acompañada primero por una guitarra prestada y después, por un pianista y un piano que el dueño mandó traer. Y de nueve a diez, Bernabé, sentado entre el público, la admiraba embobado mientras esperaba para acompañarla por las calles de Viena. En misión oficial, decía: «Ese arte necesita escolta que lo proteja y ¿qué mejor protección que la de mi cuerpo, o sea el de la benemérita Guardia Civil?»
Lo sobresaltó la voz del juez a su espalda: «Habla con tu esposa, Bernabé. Habla con tu esposa».