Cuando Argimiro llegó a casa del barbero, Alfonso, lo estaba esperando en la calle. No estaba solo. Al sacristán le causó sorpresa el extraño grupo. Junto al peluquero había un muchacho, al que reconoció enseguida, una Vespino y una burra. Una burra de pequeña alzada con el aparejo puesto.
— ¿Pero qué coño es esto? ¿De dónde has sacado ese animal?
— ¿Qué animal, la burra o mi sobrino?
— Tu sobrino, por supuesto. La burra ya sé que es tu querida.
— ¿Qué se le va a hacer? No sabe cantar Ojos verdes, pero, al menos, no tiene marido.
— Venga, en serio, ¿qué haces aquí con la borrica?
Alfonso se volvió hacia su sobrino, que estaba un poco más allá, sentado sobre la moto:
— Anda, nene, cuéntale al Campanas lo que me has contado a mí.
— Pos na. Anoche. Qu’estábamos yo y la Vane tomando el fresco en la Ermita del Cristo…
— Mira lo que dice, sacristán, tomando el fresco con la Vane — interrumpió Alfonso.
— Razón tiene el chiquillo, que a esas horas y sin camiseta los tendría frescos, y más si se los había chupado.
— Si vais a empezar con el vacile, me entro en la casa y allá penas. Se lo cuentas tú, si quieres.
—No te engarbes, nene, no te enciendas, ¿no sabes que al sacristán le sobra la gracia… divina? ¿Que su madre lo bañaba en la pila de los bautizos? Venga, dale tú la exclusiva y luego sigo yo.
— Vimos al Patillas (Olegario no cuenta que se había liado un petardo e iba a encenderlo; pero se detuvo al ver que alguien cruzaba el círculo de luz frente al santuario. No quería que la llama del mechero lo delatase. Hay muchos mirones que espían a las parejas)
— Iría a trajinarse a la Negra.
— Pa mí que no, ni tan siquiera entró en el mesón. Ni s’acercó siquiera. Estuvo dando vueltas alreor de la ermita, al amparo de la oscuridad, escondiéndose detrás de los arcos viejos. Paece que buscaba una gatera para zamparse dentro. Pero lo qu’es entrar, no entró. Después de un buen rato de p’allá y p’acá tomó por afuera del carril, hasta un coche que tenía aparcado a la volcaíca.
— ¡Qué hijo de la gran …! —exclamó Argimiro. Capaz de estar buscando la manera de llevarse el Cristo de las Tormentas.
— Pues a este no creo que lo investigue Cienfuegos, son uña y carne. Habrá que avisar al juez.
— ¿Ah, sí? ¿Y qué le decimos?, ¿que corre en mallas por la calle?, ¿que lleva unas patillas muy pasadas de moda? ¿que va por las noches a la Ermita del Cristo?
— Pues algo habrá que hacer. Yo había pensado que nos podíamos bajar el Cristo a la parroquia.
— Ahí llevas razón. Y cuanto antes mejor. ¿Tú, mañana, puedes pedirle la furgoneta al Faco?
— Ni furgoneta, ni mañana. Lo tengo todo pensado. Algo más silencioso, que circula sin luces, que no da el cante desde lejos.
— Yo no estoy para bici
— Llevaros la moto —ofreció Olegario.
— Frío, frío. Mucho ruido. Tengo algo mejor. Total son ocho kilómetros, ida y vuelta. Se lo hacen andando los infartados.
— ¿Andando? ¿Vamos a subir andando? ¿Y cómo nos bajamos el Cristo?
— Como a Él más le gusta entrar en las ciudades: ¡a lomos de pollino! Subimos ahora mismo con la oscuridad y nos lo bajamos sin que nadie se entere.
— ¿Y Tosantos? Habrá que avisarle.
— Con Tosantos no hay problema. A ese, lo que le queramos decir. Venga monta. Nos vamos turnando y así se nos hace más descansado.
— ¿Se puede saber de dónde has sacado la burra?
Se podía saber, por supuesto. La burra es de Perico, el suegro de Alfonso. La compró poco después de jubilarse. Un capricho. Le gusta engancharla a una pequeña tartana para ir a la huerta, aunque cada vez resulta más peligroso pisar el asfalto.
— Está salida — advirtió Perico—, así que cuidadito con lo que hacemos.
Iniciaron una romería particular, los dos solos, de noche, sin música ni santo; Alfonso, peón, Argimiro, caballero. El Siciliano tenía algo que contar:
— Ha estado Bartolo a pelarse . Estábamos solos, con el Faco, que entra y sale según venga o no venga la parroquia al bazar. Bien sabemos que este hombre no sabe guardar un secreto. Me ha dicho lo que ponía el papel.
— ¿El papel? Ah, sí. El papel. ¿Qué dice el papel?
— Te gustaría saberlo, ¿verdad?
— Ya lo sabes.
— Pues te lo cambio. Tú me cuentas tu historia con la cantaora y luego yo te digo lo que pone el papel.
— A esa historia hay que echarle un rato. Y vas a escuchar cosas de mayores.
— Por tiempo no será. Tenemos toda la noche. Y lo otro, tú me avisas y yo me tapo las orejas.
Argimiro miró al cielo, suspiró resignado y comenzó: «Venga. Sea lo que Dios quiera. Ahí va, pero no interrumpas. A Paquita la conocí hace años, en uno de aquellos veranos que pasaba en Suiza, tratando de ganar algunos francos para ayudar a pagar el curso. Ese año me estaba costandoencontrar trabajo. Me había instalado en un camping junto al lago de Zurich, buscaba y buscaba, pero no me salía nada; tampoco en Lucerna ni en Zug ni en Lugano . Ginebra era mi última oportunidad, pero tampoco allí tuve suerte. Harto de sobrevivir a base de bocadillos de jamón york y raviolis de bote, había decidido volverme a España.
Andaba sin rumbo por la orilla del lago, haciendo hora para tomar un tren, y vine a tropezarme con José Antonio, el Pelos, un conocido de la facultad. En Madrid apenas nos saludábamos, pero por esa extraña camaradería que se produce entre paisanos lejos de casa, me dijo de tomar una cerveza. Yo pago – ofreció, al ver que dudaba.
Me contó que venía de dejar un trabajo: había estado empleado en la morgue durante dos semanas, pero le había salido algo mejor. Me explicó adonde tenía que ir si me interesaba el puesto. De lo desagradable que podía resultar, ni palabra. Amortajar, embalsamar, ir de entierro, cosas de esas… Y bien pagado. Fue lo único que dijo. Pedí el trabajo y me lo dieron. No parecía que hubiese muchos más candidatos.
Era, por así decirlo, la tarde de mi debut, mi bautismo de fuego. Me encontraba solo, aburrido y desesperado. Había pasado más de una hora a vueltas con una mujer inmensamente gorda a la que tenía que asear y preparar para que otros compañeros la embalsamaran y la metieran en formol. El cadáver no iba a ser inhumado. Acaso sus parientes, si es que los tenía, con el fin de ahorrarse los gastos del sepelio, o tal vez ella misma en vida, habían donado su cuerpo a la ciencia, para que los estudiantes de medicina pudiesen practicar en clase de anatomía: sajar y suturar su piel, disecar sus músculos, localizar sus vísceras, extirparle órganos, diseccionarlos, gastar bromas a los novatos poniendo las orejas o un dedo de la muerta entre el pan del bocadillo… De momento me tocaba a mí bailar con ella, a mí que nada tenía que ver con la noble ciencia de Hipócrates y era, además, propenso a la náusea y tenía pocas fuerzas. La había duchado con un agua tan caliente que le escaldaba la piel y ahora había llegado el momento de afeitarla. Me lo dijo el jefe al mostrármela desnuda, con aquel color cianótico que tanta grima me daba, el enorme corpachón tirado boca arriba sobre la mesa de aluminio. “Pas un poil. Neluilaissesmêmepas un poil!” ¿Ni un pelo, hijo de puta? Salí disparado hacia el lavabo, asintiendo con la cabeza, emitiendo unos gruñidos que él no podía entender, porque no sabía español y porque yo, la boca la tenía ocupada. Vomité. Devolví hasta el óleo del bautismo y me quedé un largo rato encerrado en el baño, con ganas de llorar y de salir corriendo. Después, un poco más tranquilo, mientras acababa de recomponerme, eché las cuentas: diez francos la hora, por ocho horas, por dieciocho pesetas, más dos horas extra que podía hacer cada día, a doce francos eran casi dos mil pelas. Lo que un obrero en España ganaba en una semana. Ese trabajo no podía perderlo. Así, materialmente confortado, regresé a la sala de autopsias. Ya no quedaba nadie más en el edificio. Solo el vigilante de la puerta, que por nada del mundo abandonaría su puesto. Ni pensar que pudiera echarme una mano. Así que tomé aliento. A por ella – dije. Me santigüé y miré al cielo, como hacen los toreros al dar inicio al paseíllo. Acabé de destaparla. Por hacer tiempo, doblé meticulosamente, la manta de aluminio que había velado su desnudez y di comienzo al trabajo. Apenas me atrevía a mirarla. Contenía la respiración todo lo que podía. Le eché por encima cientos de litros de agua hirviendo antes de atreverme a tocarla. El vello, el objeto final de mi cruzada, abundaba como la mala hierba en un barbecho. Poblaba su torso, sus extremidades, su bigote. Emergía rebelde de los pliegues del sobaco, venciendo la resistencia de los brazos yertos, pegados al costado. Y sobre todo el pubis. Un tupido monte bajo, cubierto de matorrales y hojarasca que extendía su dominio en una hilera que se iba estrechando hacia el ombligo. Me armé de valor y maquinilla. Empecé por raparle la cabeza y fui avanzando cuerpo abajo, como quien no quiere la cosa.
Todo empezaba a ir bien hasta que tuve que darle la vuelta, una vez que por delante estaba depilada y limpia. Aquella mujer pesaba como un muerto. Tomé conciencia entonces de lo grande que era. Los enormes pechos caían como alforjas a ambos lados de su cuerpo, desbordando los brazos, hasta reposar sobre la superficie de la mesa. El vientre era una cordillera de grasa celulítica con diferentes cotas. Y los muslos… Los muslos tenían la anchura de mi torso. Se juntaban sin solución de continuidad. Por más que intentaba separar sus piernas rígidas, no conseguía abrir un espacio mínimo entre ellas. Tiré de ella con todas mis fuerzas sin conseguir moverla; varias veces estuve a punto de caer de culo; la golpeé con rabia, furioso e impotente; maldije, sudé tinta, le retorcí las piernas, jadeé, hasta que al fin conseguí girarla empleando las últimas reservas de energía. El cansancio hizo que me fuese relajando. Esta tía es como un verraco — se me ocurrió en algún momento. Esa tontería de frase, musitada entre dientes, actuó como un conjuro que puso punto final a mis fatigas. Me vino a la cabeza la imagen de Luciano, el matachín, lavando el cochino abierto en canal con el agua que las mujeres hervían en descomunales ollas de cobre, lo recordé chamuscando el cerdo con una lamparilla de gasolina, de las que los fontaneros usaban para soldar las cañerías de plomo; quitándole los pelos y la piel quemada con el filo del cuchillo; puliéndole el coracho renegrido por la llama con un enorme guijarro, hasta sacarle brillo. Sentí el olor de la matanza, la niñez, el trajín de la gente moviéndose de un lado a otro, hablando en mi propia lengua, usando aquellas expresiones que empecé a olvidar cuando me llevaron interno a los frailes de Orihuela. Acabé de despachar aquel cadáver con la misma profesionalidad con que el carnicero embute las morcillas.
Cuando salí del trabajo me fui directo a la casa de España. Necesitaba conversación y unos cuantas jarras de cerveza. La descubrí nada más entrar. Estaba sentada encima de la barra. Representaba una imagen de otros tiempos; algo a medio camino entre una diosa y una reina; rodeada de hombres, de moscones babeantes, dispuestos a hacer lo que ella les pidiera. Era morena de piel y rubia de pelo; delgada como el hilo de la vida. Daba palmas y empezaba a entonar una copla que interrumpía su propia risa. Bebía a morro de una botella de cerveza, se limpiaba los labios con las yemas de los dedos, otra vez trataba de arrancarse y de nuevo se ahogaba por la risa. Cuando vio que la estaba mirando con cara de lelo, saltó del mostrador y se dio la vuelta desdeñosa. Nunca me ha gustado tanto un culo en vaqueros.
Desde el fondo de la sala Florencio, el Tigre, me hizo señas para que me acercara. Florencio era natural de Barcarrota, provincia de Badajoz, y llevaba ni se sabe cuántos años trabajando en Suiza. Era uno de los hombres más feos que he conocido y el más ferviente admirador de Porrina. Nos conocíamos de otros años. De una ocasión en que me vio solo y escaso de dinero y me invitó a una cerveza y una sérvola. ¿Piedad o solidaridad con un hambriento? No lo sé. Por algo que dije se sacó que yo era aficionado al cante, su pasión. Así que estuvo horas hablándome de las glorias del flamenco, entonando fandangos, “me dijo que la mujer era la flor del amor si la saben comprender”, mientras yo me empapaba de cerveza. Se había dado cuenta de que no le quitaba ojo a la muchacha y la llamó.
— Ven acá Paquita, que te voy a presentar a un paisano, un muchacho muy bueno que está muy solo.
— Digo yo que tan solo no estará – apostilló mientras se acercaba riendo y me cogía de las manos — ¿Sabes bailar? Sin esperar a que le respondiera, me arrastró al centro de la pista e intentó que nos moviéramos al ritmo de un pasodoble que yo, ni sabía ni sé bailar. En realidad nunca he sabido bailar nada. Ni siquiera las danzas tribales que los falsos hippies de mi generación usábamos para iniciar los ritos de apareamiento en las fiestas de la universidad. Pero estaba encandilado y dispuesto a hacer cualquier cosa con ella. Me llevaba despacio, cosidito a su pecho como un lactante al regazo de la madre, y me contaba bajito, susurrando en mi oído con una voz muy suave, que no conocía a su padre, que su madre había muerto y se había hecho cargo de ella un primo que le había buscado la casa donde estaba sirviendo; que tenía diecisiete años recién cumplidos; que su sueño era convertirse de mayor en una gran tonadillera, como doña Concha. Y para demostrarme lo bien que lo hacía, me cantaba en voz baja, “y fueron dos verdes luceros de mayo tus ojos pa mí”. Los míos se me iban a salir de las cuencas, me dolían de tanto buscar en su escote la canal de sus tetas.Esa noche mojé la cama.
Me dijo de ir a comer a su casa al día siguiente, domingo. Un cuarto sin aseo en un desván, con una ventana a la calle, desde donde veíamos tejados de pizarra brillantes por la lluvia y, a lo lejos, entre dos edificios, un pedazo del lago que un barco atravesaba a horas fijas. Preparó un cocido con morcilla y chorizo traídos de su tierra. Nunca me ha sabido tan bueno. Pero no me dejó que la tocara. Me llevó de paseo, a que la lluvia débil nos empapara, por la orilla del lago, hasta lo que allí consideran altas horas de la noche; no más de las diez. Me contó su entrada ilegal en el país, como invitada de la familia para la que trabajaba: un ingeniero español de Landys&Gyr y su esposa suiza. Se acordaba de su pueblo, anegado bajo las aguas de un pantano. Aún guardaba la llave de su casa sumergida, como se dice que los descendientes de los judíos sefarditas guardan las de sus hogares en Sefarad. El escándalo de los camiones del batallón de zapadores desalojando las viviendas desde antes del amanecer. Cómo dispersaron a los vecinos por las casas de sus parientes en las localidades próximas. A quienes no tenían un sitio adonde ir los abandonaban, con los pocos enseres que les habían dejado sacar de sus viviendas, a las puertas de las iglesias, para que los párrocos se hicieran cargo de ellos. A los más ancianos los internaron en el asilo de Zamora. En la terraza de un bar, bajo unos soportales, dispuso sobre la mesa unas cartas del Tarot dibujando una cruz. Cogió un naipe con una figura extraña, como todos, la partió en pedazos, me la puso en la mano («Guárdate de la sombra del pasado») y se marchó llorando. Me quedé como un tonto mirando aquellos pedazos de cartón, después reconstruí el pequeño puzzle: xv el diablo. No entendí nada.
Estuve unos días sin verla, hasta que una tarde me vino a buscar a la salida del trabajo. Fuimos a cenar a una taberna fuera de la ciudad. Un barracón de madera escondido entre abetos. Una antigua aserradora en la falda de un monte cuya cima ocultaba la niebla. Como siempre, llovía. Una lluvia menuda e incesante que no nos importaba. Tomábamos bratwurts y cerveza y nos mirábamos. Bueno, yo la miraba. Ella no paraba de hablar y de reír. Y cada vez me parecía más hermosa. Repetía, a cada trago, el ademán de limpiarse los labios con las yemas de los dedos, y ese gesto me encendía. Nos adentramos un poco en un bosque, a comernos a besos y yo, azarado y torpe, pasé un largo rato investigando en su espalda, buscando el cierre de un sujetador que no llevaba, hasta que ella me tomó la mano y la guio bajo su blusa, que ya tenía desabrochada. Tenía los pezones crecidos como moras. Pero no me permitió que cruzara la línea de seda que ceñía su cintura.
Camino de su casa me ayudó a aliviarme con sus manos mientras se reía a carcajadas y me citaba – “toro, torito”-, como un banderillero en la plaza.
El último día que pasamos juntos me recibió en su buhardilla. Había preparado el ambiente como para una orgía, según la entendía ella, creo que siguiendo el modelo de alguna película.Encendió por la habitación un sin fin de mariposas — palomillas las llamaba — flotando en vasos de aceite esparcidos por toda la estancia: en el suelo, sobre los anaqueles, las mesitas, el armario; formando círculos irregulares. En la cama tenía sábanas de seda negra y había instalado correas en las cuatro esquinas — como los cuatro angelitos, pensé estúpido. Olía a sándalo y pachulí, que eran los aromas de la juventud liberada. Puso de fondo a Lluis Llach, Com un arbrenu. Se desnudó. Tenía en la ingle una mancha con la forma de la cruz de Caravaca: “¿No sabes que soy bruja?”— preguntó riéndose ante mi sorpresa—. Me dieron bascas de vértigo. Me empujó con suave firmeza, para que me tendiera sobre el lecho, y me ató de pies y manos. Sacó de debajo de la cama un bol con espuma, una brocha y una navaja.
— Te las voy a afeitar — anunció entre risas. Me estremecí.
— No tengas miedo. Estoy acostumbrada a hacérselo a mi abuelo.
— ¿Le afeitas las pelotas a tu abuelo? — pregunté escandalizado.
— No le afeito las pelotas. Le afeito y punto. Pero supongo que será lo mismo.
Y me rapó. Me dejó las bolas lisas y brillantes como el canto de un lavabo. Puso entonces su lengua, como un puñal exangüe, en los lugares del cuerpo donde habita la muerte. Se vertió en rocío sobre cada uno de los vellos de mi piel. Bebí de su vientre agua con hiel que derramó en mi boca. Me guio dentro de ella. Y mientras yo temía que aquello fuese el tránsito a otra vida, ella, a grandes voces, invocaba a su madre, a la divinidad y algunos santos de su especial devoción: un niño bendito y una virgen, creo que del campo.
A esa misma hora, Pinochet, por encima del cadáver de Allende, entraba en La Moneda.
Al día siguiente quise verla. Unos niños que jugaban frente a la carpa de un circo me gritaron cantando: “on va te couper les mains”. Creí que se trataba de un juego infantil y no hice caso. Cuando dejé el autobús, un libanés tuerto y esquelético, con un diente de plata, que tocaba el acordeón en la parada, declamó a mi paso: “on va te couper les mains”. Me dio un retortijón y estuve a punto de hacérmelo encima.
Doblé la esquina de su calle, la gitana que vendía flores bajo los soportales, me llamó y, con una voz muy ronca, me susurró apremiante. “on va te couper les mains”.
Miré hacia su ventana. Tras los cristales un hombre moreno, de largas patillas, la abofeteaba. Los ojos de él me fusilaron de odio desde arriba.
Me porté como un cobarde y salí huyendo. Ni siquiera me entretuve en ir a cobrar al trabajo. Subí en un tren que me llevó a Lyon. Desde allí hice autostop hasta España.Y no la volví a ver. Lo demás ya lo sabes.