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BUENOS PROPÓSITOS, PACO MORATA

Enero empezó, como todos los años, con un día perdido.  Cuando se levantó hacía rato que había oscurecido. Entró en la cocina con el propósito de tomarse un Alka-Seltzer. Le dolía la cabeza y tenía en la boca el regusto de la mayonesa, la merluza rellena mezclada con las uvas, el cava y el turrón. La tele estaba encendida, sin voz. A su luz pudo ver una servilleta de papel sobre la encimera. Una sola palabra escrita en el centro, con el aseo que ella siempre pone en sus cosas: «Adiós». El trazo de la ese volvía paradójico a juntarse con la a.

Regresó decidido al dormitorio. Tenía muy claro lo que había de hacer. Abrió sin premura la vieja mesita de sabina, el pequeño mueble que heredó de la abuela, con la única llave, la que siempre llevaba colgada del cuello. Allí guardaba los documentos importantes, algunas cartas difíciles de explicar y una pequeña Beretta 1934, la  pistola que fue de su padre. Estaba cargada. La sopesó, acoplando a su mano la culata. La depositó con cuidado sobre la piedra de mármol. Extrajo del cajón una estilográfica y una lujosa agenda de tapas de piel. La abrió por la hoja que tenía un pico doblado. Tachó la primera línea de su lista de buenos propósitos.

Ya no tendría que dejar de mentir. Esa forma suya de contar las cosas que no es en realidaddecir mentiras, sino organizar la verdad de un modo diferente. Siempre lo dice: «A veces, la verdad resulta incoherente». Lo que él hace es organizar verdades incoherentes en una mentira coherente, algo que pueda resultar interesante a sus interlocutores. Lo hace siempre que cuenta alguna anécdota o habla de su vida:usurpa el papel protagonista, cambia los personajes secundarios, tiene tendencia a concederse una importancia no siempre merecida. Lo hace, sobre todo, cuando se presenta la necesidad de mantener una conversación con un extraño. Se pregunta: «¿Qué tiene de interesante la verdad de mi vida?   Nada». Por eso fabula. Trata de conseguir que su historia resulte atractiva para el desconocido, mucho más si se trata de una desconocida. Es la forma que tiene de compensar su vocación fallida, el deseo por siempre postergado de escribir, aunque tan solo fuera, la historia novelada de su vida, un relato autobiográfico donde, seguramente, asumiría esta forma que tiene de apropiarse de datos, verdades incoherentes, incorporarlos a la lógica de su propia narración, hacerlos coherentes, convertirlos en suyos.Ella siempre se lo afeaba: «Lo comentan los amigos, no te toman en serio, saben que lo que dices no es más que una sarta de mentiras, elucubraciones de una mente calenturienta, bolas, trolas, embustes, patrañas, engañifas».   Se lo había hecho jurar: «Dejaré de mentir, de contar falsedades a la gente», prometía la primera línea de su lista de buenos propósitos. Ahora que ella se había revelado como la mayor embustera, ya no tendría que cumplirlo.

En el portal se cruzó con Lucía, una vecina que a veces se pasaba a pedir huevos, azúcar, leche… a Adela.   Había confianza, pero no intimidad.

—¡Cuánto tiempo! —exclamó. Después preguntó por la esposa: Tiempo sin verla. ¿Algún problema? Hacía días que no se la encontraba.

No pudo confesar su ausencia, admitir el abandono. Echó mano del propósito indultado:

—Un terrible accidente, ¿no sabía? Sí, en nochevieja. En coma desde entonces. Muy pocas esperanzas. No, no admiten visitas en la UCI. Es una clínica privada. Ahora mismo voy a verla. Sí, de tu parte, muy amable, aunque no creo que me entienda. Después se despidieron compungidos.

—Dame un abrazo —dijo ella. Olía muy bien.

 

Ha tachado las líneas dos y tres de la lista(el gimnasio y las clases de inglés). Dispone de toda la tarde. Se acabó aquel estrés de comida, apenas siesta y volando a ver a Karen y los otros esclavos del currículo y los codazos por el ascenso. Aquel suplicio de clases de conversación que Adela le había impuesto podía tener sentido para algunos de sus condiscípulos (la palabra le trajo a la memoria al padre Emilio): en  la empresa privada es más fácil ascender si dominas una lengua, pero aquellos subalternos pletóricos de ilusión se engañaban, la lengua que hay que dominar no es el inglés, ni el alemán, ni siquiera el chino, tan de moda; la lengua que ayuda a trepar es la que sabe lamerle el culo al jefe sin hacer ascos. Él no lo necesita,es un funcionario sin ambiciones:el tiempo, los trienios, los cursos de formación, irán apuntalando su hoja de servicios, lo irán acomodando en el escalafón. Las jubilaciones y muertes le harán subir sin necesidad de perder el tiempo entre encorbatados que miran la hora de manera mecánica y muchachas que las pillan al vuelo, pronuncian aquella lengua cruel con perfección absoluta.

¿Y qué decir del gimnasio? Hubo un tiempo en que podía escaparse por la mañana. Se encontraba entre iguales: jubilados, cuarentones y amas de casa en contienda vana contra las lorzas, el saín  y los estragos de la edad, sudor inútil en la cinta de correr, pedaleo sin resuello en la bici estática, lumbares castigadas por descoordinados remeros del Volga. Un ambiente familiar en el que pronto pudo hacer amistades. Más tiempo para la conversación que para bíceps, tríceps, deltoides y otros desconocidos componentes de su soma. Después, las cosas se pusieron serias en el negociado y ya no puede escaparse ni al final de la mañana. Por la tarde, el gimnasio es el «gym» y está poblado por una fauna de adoradores de la lycra, que embute sus cuerpos como una segunda piel,  marca la perfección escultural de los músculos, moldeados a base de repeticiones, carbohidratos y suplementos alimenticios que suministra de tapadillo el propio monitor. No se siente cómodo por culpa de las miradas: las de los jóvenes de variados géneros, que parecen burlarse de su cuerpo y sus camisetas, y la suya propia, la que no consigue controlar, y va de pecho en culo y de nalga en teta sin poder evitar que lo sorprendan, la confusión que lo embarga cuando es un tío el que le caza la mirada.

Ha conseguido controlar el horario de Lucía, su vecina perfumada. Cruzarse con ella dos veces por semana. Salir cuando ella vuelve, alternando los días, que no adivine cuando, que parezca casual. Un ratito de charla.

—¿Adela? Mal, muy mal –compungido, la mano de ella sobre el hombro—,  parece que sin solución  —la cabeza de él sobre su pecho—. Ahora voy a verla. Sí, las noches en el hospital  —la mano de ella le acaricia el pelo.Los encuentros se han ido estirando. Un día le propone:«¿Un cafelito?». «Vale, uno rápido». Sonríe por lo que ha dicho, pero ella no lo pilla. «No creo que se moleste, que sepa quién soy,  ni siquiera que la visito».

 

El veinte de marzo fue el cumpleaños de Adela. Treinta y siete. Dos menos que él. Desapareció durante la semana. Las noches en una pensión junto al ministerio, por no correr el riesgo de cruzarse con Lucía. Localizó una tumba en la Almudena que nadie limpia; nunca flores sobre la lápida: Toribio Cifuentes Mayo DEP 1915-1968 tus padres no  te olvidan. Ajustó con un empleado de la empresa de mármoles: el precio de la piedra y otro tanto por el servicio. «No hay problema. Los conserjes me conocen. Ninguna pregunta ¿Quién va a imaginar? El viernes la tiene colocada:Adela Morán Lasarte 1978- 2015 Yace aquí la belleza que nunca se marchita».

Es sábado. Ha vuelto a hacerse el encontradizo: «Hay tristes novedades.Ocurrió lo peor». «¿Por qué no me avisaste?»«¿Para qué molestar?» «Te habría acompañado». «Necesitaba estar solo, asimilar el dolor». Un largo y cálido abrazo. «Me gustaría despedirme, llevarle algunas flores». Ella, que huele tan bien…

El Domingo de Ramos se levantó temprano, en contra de su costumbre. A las siete ya estaba en pie.Iba a tardar en asearse: tocaba depilación. Cada cierto tiempo se pasa por el torso y las piernas una de esas máquinas de recortarse la barba con aspecto de nave espacial de videojuego. La moto, la llama. Se enjabonó varias veces bajo la ducha, lavó partes de su espalda que normalmente descuida.Salió al dormitorio vestido tan solo con unas rociadas de Axe.Nada que ver con Chanel nº 5, pero igual de eficaz si hemos de creer a sus publicistas. Sobre la cama habíadesplegado la ropa tan trabajosamente elegida la noche anterior: noparecer demasiado endomingado ni dar tampoco sensación de  desaliño. Es Domingo de Ramos, pero no estrena nada, excepto los calzoncillos. Había tenido dudas. ¿Qué sería más adecuado para la ocasión? Tanga descartado, por supuesto, pero ¿slip o bóxer?Al final se decidió por el bóxer que siempre usa, pero, por alguna razón fácil de comprender, difícil de confesar, los había comprado de una talla menos. Se vistió despacio, mirándose enla luna del armario, como el torero reza al retablillo de la Esperanza Macarena que el mozo de espadas le ha desplegado en la habitación del hotel. Volvió al baño. A examinarse con mejor luz. ITV completa. Repaso general: dientes, desodorante, pelillos de la nariz, uñas, esa espuma de afeitar que a veces queda mal lavada sobre la oreja… Se frotó con una toalla y volvió a ponerse after shave. Todavía era del que Adela le había dado en Nochebuena: «Toma, tu regalo de Reyes».«¿Qué Reyes, si es Navidad?» «Bueno, tú ya me entiendes». Un estuche surtido de productos de belleza intensivecareformen.Se pasó la mano por el pelo, cogió las llaves, abrió la puerta, se miró los zapatos y pulsó el timbre delpiso de enfrente. Casi al instante, como si hubiese estado esperando el momento, salió Lucía, dificultados los movimientos por un enorme ramo: trece rosas rojas sobre hojas de camelia y mucho celofán. «Buenos días». Dos besos. El perfume que le hace perder aplomo.

—¿Has desayunado? Tomamos algo aquí a la vuelta y luego vamos, tenemos tiempo.

—Vale. Pero deja las flores en el coche, que no se soben mucho.

La miraba caminar a su ladode reojo.Buscaba sureflejo en los escaparates. La primera vez que no se cruzaban sus caminos, que los dos se dirigían al mismo lugar, al mismo tiempo.

— ¿Me dejarás que te invite a comer?

— ¡Ay! No puedo. He quedado.

Sintió que enmudecía de repente. De pronto, el taconeo de los zapatos le llegaba tan diáfano como el tañer de una campana. Apenas hablaron de camino al cementerio. «La emoción —excusó su silencio— que ahoga mis palabras».Pudo contar los pasos a lo largo del pasillo de grava hasta la sepultura, la arena deslizarse bajo el peso de los cuerpos con el sonido suave de unas maracaslevemente acariciadas. Encontraron sobre la lápida una corona de flores marchitas, una rosa amarilla y el retrato de Adela.Lafoto de la orla de Derecho en un marco de alpaca integrado en la piedra: «Hay mucho mangante», había advertido el marmolista.Lucía hizo una bola con varios pañuelos de papel y limpió la parte de la losa donde habían grabado las fechas de la muerte y el nacimiento, después depositó las rosas, musitó unas palabras, besó la piedra y se volvió con los ojos vidriados de lágrimas, apoyó una mano delicada sobre su hombro, transmitiendo consuelo, él quiso sujetarla de la cintura, pero ella dio dos pasos más y se colocó a su espalda. Sintió verdadero dolor, lloró, no por la tumba vacía que nada le importaba. Lágrimas por una ilusión rota. Poco después sonó el móvil en el bolso de ella. «Voy enseguida. Espérame un momento».

—Han venido a buscarme, pero puedo quedarme un poquito más.

—No, no. Está bien. Gracias por todo. Yo voy a decirle adiós, si no te importa.

Dos besos. Las maracas pisando acompasadas la grava del camino. El perfume que se demora, permanece en el aire, en donde puso la mano sobre su hombro.Se quedó paseando entre las tumbas hasta tarde. Estaba anocheciendo cuando vino a su encuentro un empleado: «Señor tenemos que cerrar, despídase de su difunto».

Dejó atrás la tranquilidad del camposanto. Tenía hambre. Se sentó en la terraza de un bar con fútbol en la tele. «Valencia / Atleti; a ver si hoy no palmamos. Bendito Cholo».

—Buenas tardes, caballero ¿le ponemos algo o está esperando?

No, no esperaba a nadie:«Una Coronita, y una hamburguesa poco hecha, sin pepinillos….

—¡Ah!, ytráete un paquete de Marlboro».

 

Mentalmente tachó la última línea de su lista de buenos propósitos.

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