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COCHES DE PUNTO, COCHES DE LÍNEA

En aquellos felices años sesenta, los planes de desarrollo del Generalísimo aún no habían surtido el efecto necesario sobre la economía local para que el público en general pudiera plantearse siquiera la posibilidad de gastarse las perras en un automóvil de uso particular. El coche era privilegio de señoritos, médicos, farmacéuticos, empresarios y taxistas.

Se estaba haciendo habitual que algunos paisanos emigraran a Alemania y otros fueran a hacer la vendimia al sur de Francia. Pero las remesas de capital aún no eran significativas y cuando se conseguía amasar unos ahorrillos, las prioridades eran arreglar o hacerse una casa y poner un negocio, casi siempre un bar. A nadie se le pasaba por la cabeza comprarse un auto.
Había camiones, camionetas y motocarros, para el gran, mediano y pequeño transporte industrial, y ‘el tractor de la Hermandad’, para labores agrícolas. Para el común de los mortales eran días de pollino, apargate o bicicleta para ir al campo, y empezaban a popularizarse “los amotos”. Motos de pequeña cilindrada (Motobic, Motoguzzi, Derbi), la sosegada Vespa y modelos de 125 cc de Ossa, Montesa, Bultaco, que eran auténticas máquinas, petardeaban por las calles empinadas de la Villa, haciendo ondear al viento las cintas de colores o los banderines de equipos de fútbol con los que era moda adornar los manillares. El taller de Pepe “las Chozas”, un minúsculo espacio junto al cine de verano, era uno de los lugares más animados del pueblo. No puedo olvidarme de las ‘Pivas’, aquellos motocultores que se popularizaron algunos años más tarde. Mulas mecánicas, les llamaban. Tenían su pequeño remolque y todo. En él nos hacinábamos si había suerte, en amor y compañía, mientras el bicho renqueaba, soltando humo negro en los repechos, el dieciocho de julio, camino de La Puerta.

Pero coches particulares había muy pocos, y sus propietarios los reservaban para viajes de verdad, desplazamientos a otras localidades. Pocas veces los usaban para desplazamientos dentro del propio pueblo. Aquellos automóviles tenían el empaque de los clásicos; se habían adquirido para toda la vida y seguían activos después de muchos años, algunos desde antes de la guerra. Juan Manuel tenía un impresionante Hispano Suiza que conducía el chofer, Pepe. De qué marca o modelo fuesen los otros, ni idea. Eran hermanos de los que veíamos en las películas de gánsteres. Por lo que veo en google, modelos de Ford o Citroën de los años treinta y cuarenta constituían la flota de médicos, farmacéuticos y taxistas.

En contadas ocasiones (ya lo he dicho) circulaban por las calles difíciles de negociar de la población. Algunos años más tarde, en los setenta, Jesús “el Cartagenas”, obligado por su dificultad para andar, adquirió un R10 y cambió la tendencia. A todas partes iba en coche, en consecuencia, desarrolló una extraordinaria pericia para sortear las trampas de las callejuelas estrechas, hasta convertirse en el único conductor capaz de subir desde la calle Constitución y girar a la izquierda en la puerta del casino, hacia la Glorieta, de una sola maniobra.

A propósito de esta maestría, se contaba una anécdota, seguramente inventada por algún vacilón, según la cual, un forastero recién llegado al pueblo vio cómo el bueno de Jesús realizaba el giro con la habilidad de siempre, acto seguido detenía el coche en la acera, frente a la puerta de Luis de Arriba, y se apeaba, moviéndose con aquellos andares difíciles que le había dejado la enfermedad, como un torero con tobillos de goma haciendo el paseíllo. El hombre, que ignoraba la minusvalía de nuestro paisano, creyó que el deambular marchoso del muchacho obedecía al deseo de pavonearse, y no pudo por menos que decir lo que pensaba. Dirigiéndose a quien lo quisiese escuchar exclamó: “¡Pijo en dios!, lo ha hecho bien, pero no hace falta darse tanto postín.” Insisto, no sé si el suceso es cierto, pero así se contaba y así lo cuento.

En fin, volvamos a lo que nos ocupa. Como digo, no había apenas coches particulares, así que los mortales nos movíamos en coches de línea o coches de punto. Los coches de línea eran de Andrés Brugarolas y salían de la cochera que estaba en la carretera de Caravaca, enfrente del taller del Candelo y de la pensión la Trini.
Teníamos la Murciana,el Coche de Caravaca, el Correo de Nerpio, que subía a los campos, y el Coche de la Estación, que llevaba y traía la correspondencia de la de Calasparra. Era costumbre, hasta que lo prohibieron, que los hombres viajasen en la baca, junto con los bultos y equipajes, mientras que las mujeres y los niños lo hacían dentro.

Personajes populares asociados al transporte de viajeros por carretera eran Fernandico, el encargado de vender los billetes, hombre simpático, de orientación sexual digamos que dudosa, aunque pocas dudas hubiese al respecto; aceptado y respetado, sin embargo, en aquella época tan dura para todo el que se apartara un milímetro de la línea recta que mandaba trazar el Caudillo en sus delirios. Paco el Belenes conducía los autocares con la actitud de John Wayne en la diligencia. Recorría la glorieta de Caravaca, de donde salía el coche hacia el pueblo, avisando con su voz sonora: “Vamos, vamos que nos vamos”. Andrés “ el Vizco” tenía, en apariencia, el carácter más avinagrado y gruñón que jamás hayan visto los siglos en la industria del transporte en cualquiera de sus numerosas ramas, aunque, llegado el momento de cumplir las amenazas, siempre se mostraba comprensivo y condescendiente, a condición, claro, de que aceptases sumiso y en silencio todo lo que él tuviera que decirte. A estos hay que añadir “el Tuerto”, que sin pertenecer al staff de don Andrés, estaba íntimamente ligado a su negocio. El Tuerto tenía un extraño carrito verde, movido por la fuerza de su cuerpo de superviviente de alguna guerra. El artilugio era de notable superficie, muy bajo, para facilitar la estiba y desestiba, supongo, con dos ruedas de pequeño diámetro y una lanza rígida en forma de T. Con aquel vehículo recogía en la parada los paquetes, dejaba la mayor parte en la vieja oficina de Correos, frente a la plaza de abastos, y repartía otra parte por algunos comercios.

Para emergencias y destinos no cubiertos por las líneas regulares de viajeros, disponíamos de los coches de punto, como llamaban nuestros padres a los taxis. Calculo que la flota estaría compuesta por no más de ocho o diez fangios. Que yo recuerde, estaban Paco de la Vicenta, Celedonio, Michelín, Domingo el Avionetas, que vivía justo enfrente de las casas baratas, Juan Miguel y su hermano Olegario. Creo que también tenía taxi Paco el Chacón, pero no puedo asegurarlo.

En alguna ocasión utilizamos los servicios de Celedonio, que estaba especializado en viajes a Barcelona, con el taxi cargado a reventar. Presumía de haber sido guapo en su juventud y no se le caían los anillos si tenía que parar el coche junto a una acequia, un río o un pilón a descontaminar los pañales de algún tierno infante que hubiera dado esfínter suelto al ímpetu irrefrenable de la fisiología, apestando la cabina con alto riesgo para la salud de los numerosos ocupantes, a pique de provocar una epidemia. Llevó a mi familia a Salamanca, cuando la ordenación sacerdotal de mi hermano Alonso. La ida transcurrió sin sobresaltos, pero a la vuelta se metió en un bucle en la Glorieta de Atocha en el que seguiría aún su fantasma, dando vueltas y vueltas sin destino, de no ser por un colega compasivo que se ofreció a sacarlo de aquel tiovivo urbano y lo encaminó hacia Ocaña.

Juan Miguel, aparte de vecino del barrio y padre de mis amigos Gary y Encarna, era el taxista por defecto de la familia. Con él bajábamos a Mula cuando el tren no combinaba, y a él me encomendaba mi padre camino de Calasparra, a coger el tren a altas horas de la noche. Juan Miguel me llevaba a la estación, se ocupaba de gestionarme el billete y se quedaba conmigo, fumando la colilla del puro sempiterno, hasta que llegaba el “correo expreso procedente de Murcia y Cartagena”. Entonces me ayudaba a embarcar, me subía el equipaje y me hacía las recomendaciones pertinentes, como haría un padre; luego se dirigía despacioso hacia el mil quinientos negro, aquel híbrido de tanque tan popular entre los taxistas, con la tos de fumador que siempre le acompañaba y que yo oía perderse por encima del chacachá del tren, como si al alejarse me estuviera despojando del último vínculo familiar con el pueblo y las vacaciones.

Paco Morata

(fotografía tomada de internet: http://m.forocoches.com)

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